En esa cronología pusimos en evidencia que la práctica de los bolcheviques, en el terreno internacional, fue desde el origen contraria a una política revolucionaria y comunista. Si al principio, en la medida en que la revolución seguía viviente en Rusia y en el mundo, hubo una mezcla rara de la vieja política diplomática e imperialista de la burguesía de ese país, con el impulso contrario que venía del proletariado revolucionario y empujaba a continuar la lucha revolucionaria y formar una Internacional consecuente, los bolcheviques desempeñan el viejo papel de los centristas socialdemócratas e impondrán aquella política a toda la internacional. La Internacional Comunista formal es el resultado de esa relación de fuerzas y si, al principio, hay declaraciones que corresponden a elementos de la ruptura revolucionaria, que las vanguardias del proletariado exigían, muy pronto el predominio de la línea socialdemócrata de los viejos bolcheviques, que en su mayoría nunca defendieron la insurrección proletaria, lleva al dominio de los viejos métodos socialdemócratas y oportunistas y se abandona hasta la pretensión revolucionaria.
Así se puede verificar que, ya en la época de Lenin, hay un paralelismo evidente entre los elementos claves. En la misma medida que, en lo interno, se fue afirmando la política de desarrollo del capital, basada en el aumento del trabajo (con la consecuente represión de huelgas y grupos proletarios) y desarrollo del comercio, en lo externo se afirmó la política de entrar en el juego interburgués, como un estado más, hasta lograr alianzas y acuerdos comerciales y militares con las grandes potencias imperialistas. Cómo es lógico, esa política interimperialista del estado ruso fue acompañada de un abandono progresivo de toda ruptura comunista, pasándose de las afirmaciones generales del Primer Congreso de la Internacional Comunista (IC) a una política cada vez más abiertamente oportunista y liquidadora, que resultó dominante en el Segundo Congreso y, más abiertamente aún, en los congresos Tercero y Cuarto.
La dirección bolchevique quería utilizar el capitalismo y el estado para beneficiar al socialismo (2), pero en la práctica fueron el capitalismo y el estado los que utilizaron la imagen socialista radical de los bolcheviques para afirmarse y liquidar la revolución.
Es necesario insistir; esa política contra la revolución se verifica desde los primeros días posteriores a la insurrección de octubre. Desde entonces se realizan las primeras conversaciones y se intentan acuerdos con las potencias imperialistas, sacrificando, sin contemplaciones, la línea del derrotismo revolucionario y de la revolución mundial, lo que llevará a la liquidación de la izquierda comunista en Rusia. Con la fundación de la IC, que desde el principio fue dirigida por la dirección bolchevique, ésta hace más potente su influencia nefasta y actúa como un verdadero bulldozer liquidador de toda la ruptura revolucionaria, imponiendo el democratismo, el partido de masas, el sindicalismo, el parlamentarismo… y liquidando, por diversos medios (exclusión, falsificaciones, calumnias, amenazas, represión directa…), a los grupos y militantes que llevaban adelante aquella ruptura.
Es importante tener presente que la afirmación mundial de la contrarrevolución, que siguió pesando incluso en las olas importantes de lucha de clases, como la que tuvo lugar en 1968-1973 en todo el mundo (¡y que sigue pesando hoy!), no hubiera sido tan totalizadora sin aquella legitimidad espectacular, de la que gozaron los bolcheviques, para llevar adelante ese proceso liquidador; sin que éstos, transformados en verdadera autoridad, liquidaran toda la acción de las minorías comunistas. Para comprender ese proceso remitimos al lector a aquella cronología y nos contentamos aquí con resumir las cuestiones centrales de ese proceso liquidacionista, tal como se concreta, bajo la dirección del propio Lenin.
- Las minorías revolucionarias creyeron encontrar en los bolcheviques los mejores aliados para romper con la política contrarrevolucionaria de los centristas. Los bolcheviques, por el contrario, exigieron a los grupos comunistas que siguieran trabajando con los centristas o/y la izquierda de la socialdemocracia. A tales efectos promocionaron una política de captación o/y de alianza con sectores de la socialdemocracia, que lleva a la dilución de la vanguardia, a la creación de partidos masivos pero sin fuerza ni pretensión revolucionaria.
- Las minorías revolucionarias esperaban el apoyo de los bolcheviques para su acción directa contra el parlamentarismo. Los bolcheviques, bajo pretexto de «parlamentarismo revolucionario», impusieron el viejo parlamentarismo y electoralismo socialdemócrata. El electoralismo práctico liquidó los partidos «comunistas» como fuerzas de acción revolucionaria. En muchos casos, como por ejemplo unos años después en Italia, la participación electoral facilitó la acción de la policía y el estado en la liquidación de los cuadros y los militantes revolucionarios. Aquellos partidos, cuando no fueron liquidados por las fuerzas represivas, se transformaron en fuerzas estructurales de los estados burgueses.
- Las minorías revolucionarias querían crear un partido que fuera un verdadero núcleo revolucionario, que se pusiera a la cabeza de la revolución y lo definían como «factor unificador y dirigente de la acción de masas». Los bolcheviques impusieron una práctica de partido de masa, al estilo socialdemócrata, en donde los militantes aparecen ahogados dentro de una masa de electores democráticos. El partido bolchevique mismo había dejado de ser un grupo que, a pesar de sus oscilaciones, había logrado expresar tendencias militantes contra corriente y se había transformado en un partido de masas (¡más de medio millón de miembros un año después de la insurrección!) fácilmente manipulable por las burocracias, los congresos y otras maniobras democráticas.
- Las minorías revolucionarias llamaban a organizarse afuera y en contra de los sindicatos, consejos, u otras organizaciones unitarias, que habían sido transformadas en aparatos del estado burgués. Los bolcheviques impondrán una política sindicalista y de entrismo generalizado, en todo tipo de aparato del estado (hasta en las cooperativas de consumidores), liquidando, así, la incipiente ruptura revolucionaria que se había desarrollado.
- Las minorías revolucionarias consideraban como enemigos a todos los centristas que no habían roto con la socialdemocracia. Los bolcheviques llamaron no sólo al trabajo común, como muchos centristas, sino a un conjunto de (supuestas) tácticas, de cartas abiertas y de frente único con sectores socialdemócratas, que condujeron a una política globalmente frentista, de alianza y subordinación del proletariado al programa y la política de la burguesía.
- Las minorías revolucionarias luchaban por la ruptura con toda la democracia. Los bolcheviques impusieron consignas e incluso una política integralmente democrática y frentepopulista (3)
- Las minorías revolucionarias luchaban, junto a los proletarios de todos los países, sin distinción, contra «su propia» burguesía y «su propio» estado. Los bolcheviques impusieron una política de alianza y de frentes con diferentes burguesías, que ellos, según las oportunidades, llamaron «nacionalistas». Esa política contrarrevolucionaria y frentepopulista, que al principio se aplicaría en los países llamados «coloniales o semicoloniales», bajo la cobertura de la supuesta «lucha por la liberación nacional» (4)
Reafirmamos integralmente lo que afirmábamos en la cronología antes mencionada:
«No, no fue a partir de la muerte de Lenin que las cosas comenzaron a andar mal como dice el mito; no, no fue a partir de entonces que se hicieron los acuerdos militares con las potencias imperialistas; no, no fue luego de la muerte de Lenin que la Internacional liquidó las posiciones y fracciones revolucionarios y se afirmó como mero instrumento de negociación en nombre del estado ruso en la arena del capital internacional. De la misma forma que en la práctica interna lo decisivo se produce en los primeros años, y a partir de 1921-1923 la política bolchevique dejará de tener las contradicciones del principio, que reflejaban la contradicción de fuerzas internacionales capitalismo-comunismo, para ser coherentemente contrarrevolucionaria. Al respecto, hay una coherencia general –que queda clara luego de la lectura atenta de la cronología– entre la afirmación de la política de acuerdos comerciales y militares con las grandes potencias, la liquidación del apoyo a las fracciones de vanguardia del proletariado, la participación en las conferencias de paz, las concesiones en Rusia al capital extranjero en nombre de los intereses comunes con los otros países, los compromisos de no agitación revolucionaria firmados con esas potencias para la coexistencia pacífica, y la afirmación en la Internacional de una política cada vez más democrática, de liberación nacional, y de sindicalismo; y una continuidad sin fisuras entre esa política y la que se afirmará luego, de frente popular, de frente antifascista, de frente nacional… de ingreso en la Sociedad de las Naciones, de disolución de la Internacional, de acuerdos de no agresión con Hitler, hasta la participación directa en la segunda guerra mundial.»
En febrero de 1918, «ante la nueva invasión del ejército alemán, Trotski intenta acercamientos diplomáticos para obtener la ayuda de las fuerzas imperialistas aliadas. Se negocia las posibilidades de reconstituir el ejército ruso en base a instructores aliados. Aunque las conversaciones no prosperan, por la desconfianza de éstos, es importante por constituir la primera aplicación de la teoría de participar en el juego de los equilibrios inter imperialistas, que años después Trotski achacaría a Stalin» (9). Merece subrayarse que, el 22 de febrero, se reúne el Comité Central del Partido bolchevique y acepta la propuesta de pedir ayuda militar y económica al imperialismo anglo-francés. En realidad esa política, que buscaba una alianza imperialista, había existido desde el día siguiente a la insurrección. Como dice Sadoul, en carta del 7 de enero de 1918: «Desde hace dos meses, no pasó una sola semana en la que los bolcheviques no hicieran la demanda, extraoficialmente es verdad, pero sinceramente, para que los Aliados los apoyasen».
No se ha subrayado lo suficiente que toda esta política es, por un lado, una renuncia total a la lucha del proletariado mundial contra todos los ejércitos nacionales (que los revolucionarios designaron como «capituladora») y, por el otro, la afirmación de los bolcheviques como jefes de un estado nacional más, sustituyendo a los otros socialdemócratas y al zarismo, en la continuidad de las guerras y las paces imperialistas. Nada más coherente entonces que la reorganización del viejo ejército burgués.
Así en febrero de 1918, pretextando la ofensiva alemana, se comienza la organización del ejército que Lenin y Trotski prometían a los Aliados: imposición del reclutamiento masivo, así como normas generales de disciplina militarista («formas exteriores de respeto», saludo militar, fórmulas obligatorias para dirigirse a un superior, privilegios para los oficiales...). Dichas medidas fueron aplaudidas hasta por los zaristas y posibilitaron la colaboración con viejos oficiales del zar, pero la aprobación de las mismas no impidió que, en esos mismos días, se aceptaran las condiciones fijadas por Alemania y, unos días después, se firmase el famoso tratado de Brest-Listovsk.
Esa afirmación de la línea política capituladora suscitó, como es lógico, una resistencia proletaria, en especial en los sectores revolucionarios. Fue en el propio partido bolchevique adonde la misma se expresó con mayor claridad. Unos días antes de la firma del tratado de Brest-Listovsk, y contra la capitulación, esa primera oposición comunista a la política de Lenin se expresa así en carta al Comité Central del Partido: «Ese consentimiento [dado por el CC del Partido a los Imperialistas alemanes] significa la capitulación de la vanguardia del proletariado internacional frente a la burguesía internacional… La decisión de concluir la paz a cualquier precio, decisión tomada bajo la presión de los elementos pequeño burgueses y de las corrientes pequeño burgueses, implica inevitablemente la perdida del papel dirigente del proletariado, no solo en Occidente, sino en Rusia mismo… Abdicar de las posiciones proletarias en lo externo nos conducirá inevitablemente a abdicar de ellas también en lo interno… Nosotros estimamos que luego de la conquista del poder político, luego de haber aplastado totalmente a los últimos bastiones de la burguesía, el proletariado se encuentra inevitablemente confrontado a la tarea de extender la guerra civil a escala internacional y ningún peligro no puede pararlo en la realización de tal tarea. Renunciar a la misma llevará al proletariado a su perdida por desagregación interna y equivale a un suicidio» (10). Como se ve, los sectores revolucionarios tenían una consciencia nítida de que lo que hacía Lenin y compañía era un abandono de las posiciones elementales del proletariado, una verdadera capitulación en lo externo frente a la burguesía mundial, que conduciría también a capitular en lo interno; de que la negociación entre hombres de estado era una capitulación frente a la burguesía mundial y que con ello se estaba renunciando a la más importante y decisiva tarea, la extensión mundial de la revolución. La declaración, de los compañeros en lucha contra Lenin y compañía, es clarividente en más de un sentido, aunque sea erróneo explicar esa política por la presión pequeño burguesa: es una política directamente burguesa, capitalista, imperialista. Como se subrayará a continuación, en las conversaciones sucesivas con la diplomacia imperialista mundial, los bolcheviques serían cada vez más explícitos, en esa renuncia a extender internacionalmente la revolución.
En términos concretos, la paz de Brest-Listovsk es un golpe muy duro para el proletariado y para la revolución en todo el mundo, y particularmente en la región es una traición evidente de los intereses de la revolución. Esa práctica contra la revolución de los bolcheviques fortifica a la burguesía en un período en que temblaba en todas partes, y contribuye consecuentemente a darle nuevos bríos a la guerra imperialista. La tregua bolchevique fortifica al imperialismo en todas partes, es una bombona de oxígeno para la burguesía y el estado alemán contra el proletariado de ese país en plena lucha revolucionaria. Más globalmente la firma de la paz deja librado al proletariado, de toda Europa central y del este, a las botas del militarismo alemán en Ucrania, Finlandia, Livonia, Estonia, Crimea, el Cáucaso, así como en un número creciente de territorios del sur de Rusia. En efecto, los milicos alemanes, que vivían ya un periodo de total inseguridad frente al derrotismo revolucionario, reciben con la firma de paz un verdadero espaldarazo de los bolcheviques, que los hace más fuertes frente a los proletarios de Alemania y que les permite, conjuntamente con diferentes fracciones burguesas nacional imperialistas, reimponer el terror blanco en esos territorios. En nombre del proletariado en Rusia y en base a la vieja consigna burguesa retomada del «derecho de los pueblos a su autodeterminación», que la socialdemocracia y Lenin habían reivindicado en nombre del ¡socialismo!, se le decía al proletariado de esas regiones en pleno movimiento revolucionario: «que cada uno se arregle como pueda». Todos los principios de la solidaridad internacional y de la lucha revolucionaria quedaban postergados en nombre de la tregua de Lenin y su política de oportunidades. «Nosotros ya hicimos la revolución ahora podemos negociar con vuestros verdugos». La misma guerra mundial se ve fortificada por esa capitulación que contribuye al imperialismo: por cientos de miles los soldados alemanes, incluso antes de la firma oficial del tratado, son trasladados del frente ruso hacia Italia, Francia... La tregua es un golpe brutal contra la fraternización y el derrotismo revolucionario, contra las insurrecciones en marcha y contra el movimiento revolucionario que estaba en pleno desarrollo. El verdadero significado contrarrevolucionario del tratado de Brest-Litovsk sólo puede comprenderse teniendo en cuenta todo lo que el mismo significó contra las insurrecciones proletarias que en esos mismos días se desarrollaban en toda Alemania. La tregua fortifica el imperialismo y la guerra imperialista como lo denuncia la izquierda comunista alemana, rusa y de otros países. Incluso la propia Rosa Luxemburg, que no es ni por asomo una comunista de izquierda, denunciará el significado contrarrevolucionario de ese «acomplamiento monstruoso de Lenin con Hindenbourg» en uno de sus últimos textos (11).
I. Steinberg (socialista revolucionario de izquierda) declara:
« No es tal o tal territorio o tal denominación de un territorio que aprecia el campesino o el obrero, lo que lleva en el corazón, es la población trabajadora que habita ese territorio o el régimen social bajo el que vive. El alma de la Revolución está afligida… por el hecho de que esas regiones pasaron del poder de la revolución al poder de la reacción, al poder de los terratenientes, de los zares, de poscapitalistas… la República rusa quisiera ser una Gran Potencia de la Revolución y del socialismo… La paz de Brest nos ha desviado de golpe de esta tarea de extensión. Nos ha privado del socorro y de la cooperación revolucionaria de millones de obreros y campesinos consciente y los ha privado a ellos, a la vez, de nuestra contribución y de nuestra cooperación». En Porqué estamos contra la paz de Brest Litowsk.
Lenin retomará, contra Kautsky, la acusación de la izquierda comunista según la cual el proletariado alemán traiciona al proletariado de Europa al participar en esa masacre y en la de Finlandia, Ucrania, Letonia, Estlandia…, pero calla el hecho de que la política de Lenin lleva a que, en esa misma traición, participe el proletariado ruso, al abandonar, por el armisticio y la ideología leninista de la autodeterminación nacional, a los proletarios de todas esas zonas a los milicos alemanes y a la represión internacional contrarrevolucionaria. Lenin dice: «En realidad, Kautsky sabe perfectamente que esta acusación la han lanzado y la lanzan los socialistas de izquierda alemanes, los espartaquistas, Liebnecht y sus amigos. Esta acusación expresa la clara consciencia de que el proletariado alemán incurrió en una traición con respecto a la revolución rusa e internacional al aplastar a Finlandia, Ucrania, Letonia y Estlandia». Es verdad que la política del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) y del Partido Socialdemócrata Alemán Independiente (USPD) no sólo había logrado frenar la revolución, sino que favorecía abiertamente el militarismo alemán y permitía que se lo utilizara para masacrar a sus hermanos de clase en el mundo. Pero la política leninista conducía a lo mismo, y esto Lenin lo esconde sistemáticamente. El aislamiento en que se encuentran los proletarios de esas regiones, frente al terror blanco apoyado por el militarismo alemán, es también el resultado incuestionable de la política imperialista de paz de Lenin.
Esa política contrarrevolucionaria, presentada esa vez como «tregua indispensable», se transforma, más adelante, en el tipo mismo de política internacional leninista. Un día una alianza con un imperialismo al día siguiente con otro, siempre en nombre de que es un mal necesario, un mal menor. Lo que siempre se posterga es la lucha revolucionaria misma, sin alianzas y sin beneficiar a otra fracción de la burguesía. Siempre se argumenta que cualquier cosa es mejor que esa lucha porque se podría correr el riesgo de la «derrota de la revolución». ¡Como si esa política no fuese en sí la peor derrota de la revolución! ¡Como si hubiese algo peor, para la revolución, que la contrarrevolución lograda por el estado ruso y mundial, dirigido por Lenin, Trotski, Stalin…! Conviene subrayar que esta política leninista es, al principio, minoritaria en todas partes, en los comités, en el partido, en los soviets, en las ciudades, en el campo, y que Lenin y los suyos harán mil maniobras para imponerla democráticamente contra la mayoría y firmar en su nombre la paz. Más adelante, esa política de oportunismo y maniobras, descalificación y purgas, es la norma general de los viejos bolcheviques, que nunca habían sido partidarios de la insurrección (Kamenev, Zinoviev, Stalin…) para, junto a Lenin, imponerse en el partido, en Rusia y progresivamente en la IC.
En los mismos días en que se firma la paz de Brest-Litovsk, Lenin y Trotski, concretando sus promesas a los Aliados y en continuidad con la reorganización del ejército ruso (12), proyectan conjuntamente, con varios ex oficiales zaristas, la reorganización de la marina y, en general, de las fuerzas armadas, ejecutando, así, lo que realiza todo estado burgués y lo que, en esas circunstancias, la burguesía aliada les está pidiendo. En abril y mayo se decreta la posibilidad de movilizar militarmente a la población y se pasa del reclutamiento voluntario al enrolamiento obligatorio de obreros y «campesinos». Simultáneamente se intenta organizar la economía en base a las «concesiones al capital internacional» (13), se aprueban altos sueldos para administradores y tecnócratas y, al mismo tiempo, se aplican medidas tendientes a aumentar directamente la tasa de explotación de los proletarios, que el propio Lenin resumirá así: «El reforzamiento de la disciplina y el crecimiento de la productividad del trabajo (sic (14)), la introducción del salario a destajo, la aplicación de los numerosos elementos científicos y progresistas que contiene el sistema Taylor». Este programa, abiertamente burgués, buscando por todos los medios un aumento de la explotación del proletariado, y por lo tanto un aumento de la tasa de ganancia, es acompañado con todo tipo de concesiones y propuestas al capital internacional para explotar las fuerzas de producción «soviéticas»: ofrecimiento no sólo de los recursos naturales rusos, sino, explícitamente, de excelentes condiciones de explotación de los proletarios que, supuestamente, tienen el poder en ese país. Así, en mayo 1918, los bolcheviques entregan a Robins un memorando, que luego será presentado al Departamento de Estado de Estados Unidos, en el que, por primera vez, se exponen las ventajas que los bolcheviques proponen para los capitalistas norteamericanos si éstos participan en la explotación de las minas, la construcción de medios de transporte, la introducción de métodos modernos en la agricultura, la explotación de las riquezas marítimas de Siberia, a cambio de productos agrícolas. Este documento, en el que sin escrúpulos se llama a explotar a los proletarios en Rusia, al mismo tiempo que Lenin y su partido patrocinan el aumento, por todas las vías posibles, de la tasa de explotación, muestra hasta que punto ese partido, como haría hoy cualquier gobierno (de derecha o de izquierda e independientemente de todas las declaraciones y formulaciones socialistas) para atraer capitales, hace todo lo posible para ofrecerle las mejores condiciones de rentabilidad: es decir sacrifica a los proletarios, aumenta en todo lo posible la tasa de explotación y de ganancia del capital. En estas circunstancias, no debe olvidarse nunca que el aumento de la explotación en un país degrada las condiciones de supervivencia del proletariado mundial. En concreto, todo ofrecimiento de mejores condiciones de rentabilidad en Rusia, asegurado por Lenin y compañía, mejoraba no sólo la rentabilidad del capital internacional en ese país, sino la fuerza social y política del capital frente a los proletarios en lucha en todo el mundo, y se situaba objetivamente e independientemente de la voluntad o declaraciones de los bolcheviques del lado de la burguesía mundial contra los proletarios del mundo entero.
Sin embargo, al principio, esa política burguesa no encuentra en la burguesía mundial, salvo en contadas excepciones, toda la comprensión que los bolcheviques merecen ya como representantes de la contrarrevolución mundial. En efecto, la burguesía sigue aterrorizada por los bolcheviques. En los meses siguientes se produce internacionalmente una gran unificación de las fuerzas militares burguesas (rusas, japonesas, francesas, inglesas, norteamericanas…) contra Rusia, que lleva a los bolcheviques a una aparente radicalización, al abandono de aquella política abiertamente imperialista y a presentarse, en apariencia, como «proletarios internacionalistas». Como decimos en nuestra cronología, esa práctica provisoria y aparentemente «internacionalista», «no es el resultado de una línea estratégica invariante, sino de condiciones particulares de aislamiento y enfrentamiento de los estados nacionales… los bolcheviques, forzados a abandonar la política diplomática con los otros gobiernos, concentran su accionar internacional en los llamados al proletariado y a la revolución mundial». Esta fase radical, que dura hasta finales de 1920, coincide con la fase final de la mayor ola revolucionaria de la historia del proletariado, lo que hace aparecer el oportunismo bolchevique como si fuera, en algunos aspectos, revolucionario. Pero incluso en ese corto período, adonde los bolcheviques se hacen los abanderados de una «nueva internacional verdaderamente comunista y revolucionaria», siguen negociando y cerrando acuerdos con los represores directos del proletariado. Entre enero y abril de 1919, los bolcheviques realizan diversas tentativas de conciliación con los gobiernos aliados y declaran abiertamente que reconocen «las obligaciones financieras de los acreedores de nacionalidad de una de las potencias aliadas». Es decir, los bolcheviques declaran reconocer las deudas contraídas por el zarismo, manifestándose, así, frente a sus pares de todo el mundo, como verdaderos hombres de estado. Chicherin declara que ése es el primer ejemplo de un llamado a la conciliación internacional, en nombre de las ventajas financieras, y dice que ese es «uno de los aspectos más extraordinarios de la política extrajera de Lenin». ¡Si, muy extraordinario!, si se sigue creyendo que eso servía a los proletarios; pero es totalmente común y corriente si se tiene en cuenta que eso sólo sirve a un estado burgués particular, el estado ruso, como era el caso de la política de Lenin. Más aún si tenemos en cuenta el sabotaje práctico que esa política interimperialista significaba para el proletariado en lucha. Recordemos como ejemplo el sabotaje abierto que significó ese tipo de negociaciones en plena insurrección proletaria en marzo 1920 en Alemania.
La política de buenas relaciones interburguesas de los bolcheviques con los capitalistas del mundo entero, que se traducirá en la reafirmación del estado ruso como potencia imperialista, tal como lo había sido en la época zarista y que tendrá su apogeo en la época estalinista, determina siempre las relaciones con las fuerzas y organizaciones proletarias, que se encuentran en proceso de ruptura con la socialdemocracia. Desde los primeros coqueteos con la burguesía alemana y los mandos militares de ese país, los bolcheviques entran en contradicción con diversos grupos políticos proletarios en Rusia mismo: constitución de grupos de izquierda comunista dentro de los bolcheviques opuestos a la política leninista, resistencia y revueltas de los socialistas de izquierda y de grupos anarquistas o/y anarquistas comunistas. Desde junio-julio de 1918, las protestas contra la política burguesa de los bolcheviques da, con la revuelta de los socialistas revolucionarios de izquierda, la liquidación del embajador alemán y algunas tentativas de liquidar al propio Lenin, un salto de calidad. Esas oposiciones, tanto en posiciones como en acción, son muy variadas y contradictorias, y así como muchas de ellas son oposiciones fundamentalmente socialdemócratas (mencheviques, sectores libertarios defensistas…) o influenciados por posiciones nacionalistas, hay una real resistencia proletaria, representada fundamentalmente por sectores de los propios bolcheviques, de los socialistas revolucionarios de izquierda o por sectores que se reivindican del anarquismo, como es el caso del movimiento makhnovista. (15) Desde los primeros días en el poder, los bolcheviques reprimen, no sólo a las fuerzas contrarrevolucionarias, sino que se ejercerá el terror abierto contra las organizaciones proletarias y revolucionarias que se oponen a su política. Esa represión de grupos proletarios y de minorías revolucionarias, que existe desde los primeros días, es mayor desde mediados de 1918 y da un indudable salto de calidad con la represión del movimiento revolucionario en Ucrania y, más tarde, con la represión de la revuelta de Kronstadt en 1921. (16)
Durante todo el año 1919, en el que se suceden grandes movimientos insurreccionales y huelguísticos en todo el mundo, los bolcheviques, directamente o en tanto que Comité Ejecutivo de la IC, defienden el electoralismo y el parlamentarismo, contra el movimiento del proletariado y las izquierdas comunistas. Subrayemos, al respecto, que en la primera circular del Comité Ejecutivo («El parlamentarismo y la lucha por los soviets»), de septiembre de aquel año, se defiende ya la necesidad de la utilización «táctica» (sic) del parlamentarismo y que un mes después, en el Congreso de Heidelberg del Partido Comunista Alemán (KPD), Radek, en nombre de los bolcheviques, defiende la participación en las elecciones y en los sindicatos, oponiéndose abiertamente a la izquierda comunista en un momento crucial. El Congreso de Heildeberg se da en un momento de represión abierta, lo que impide la participación de las diferentes delegaciones, mayoritariamente de «comunistas de izquierda». Levi, con el apoyo decisivo de los bolcheviques, y particularmente de Radek, excluye a todos los militantes comunistas. Conviene subrayar que Radek ya había redactado, en esos momentos, su repugnante opúsculo: «Evolución de la revolución mundial y las tareas del partido comunista»; verdadera preedición de la «enfermedad infantil» de Lenin y que Antón Pannekoek responde en su importante trabajo de denuncia del leninismo: «La revolución mundial y la táctica del comunismo» (17). Ya en esas circunstancias Radek y Levi, que coqueteaban con la USPD (la izquierda de la socialdemocracia) contra todo lo que afirmaba la izquierda comunista alemana y lo que la lucha misma iba delimitando, defienden abiertamente el frentismo hablando de «bloque temporal» entre el KPD y el SPD. Lo importante es subrayar que esta práctica frentista se contrapone a la práctica misma de la vanguardia proletaria en lucha abierta contra la socialdemocracia. El momento culminante fue cuando, en plena insurrección del proletariado en la Ruhr en 1920, los jefes leninistas del KPD sabotearon el movimiento llamando a un frente con los enemigos directos del proletariado. Es decir, que en plena lucha internacional del proletariado, los bolcheviques, contra todas las expectativas rupturistas suscitadas, defienden abiertamente no sólo el sindicalismo y el parlamentarismo, sino la realización de un frente único (predecesor del frente popular y del frentismo supuestamente antiimperialista) con los enemigos abiertos del proletariado, que habían reprimido y seguían reprimiendo abiertamente la lucha insurreccional. En este sentido, la política contrarrevolucionaria de los bolcheviques en Alemania, justo adonde el proletariado había demostrado más fuerza, prefiguraba la que sería aplicada luego en todas partes. En el mismo momento que Lenin sostenía esa política contra las minorías comunistas, les escribe minimizando las diferencias. Un año más tarde, reconoce que también esto era pura maniobra, simple «cuestión táctica». Lenin declara que había sido necesario «soportar a la izquierda comunista» pero que «ahora no le hagamos más publicidad, no hablemos más de ella».
En 1919 se crea, en Ámsterdam, un Buró de la IC para Europa Occidental, que expresa un conjunto de tendencias extremadamente ricas, algunas de ellas en ruptura con la socialdemocracia, que critican el sindicalismo, el electoralismo y el parlamentarismo, el partido de masas..., y que dada la coincidencia de posiciones con fracciones comunistas de América del Sur (en Argentina, Uruguay, Chile…) y de América del Norte (Estados Unidos, México…) podría haberse constituido en una verdadera alternativa organizativa a la política oportunista de Moscú. Sin embargo, muy rápidamente se constituye otro buró en Berlín, a instancias de los bolcheviques, con personajes claramente centristas y opuestos a la ruptura decisiva como Levi, Zetkin y Radek. El Buró de Berlín parte del principio (¡en pleno1919!) de que «la revolución, incluso a escala europea, se hará lentamente» y se encarga de liquidar el otro Buró. La contradicción entre ambos burós es cada vez mayor y queda en evidencia, a principios de 1920, cuando la conferencia de Ámsterdam, impulsada por el Buró de esa ciudad, adopta las bases para el trabajo en Europa Occidental. En ellas, si bien por las discrepancias existentes y la acción represiva no se llega a afirmar la ruptura revolucionaria con toda la fuerza que ya se expresaban en diferentes países (no se pronuncia claramente sobre el entrismo o no en los sindicatos reaccionarios), se llama abiertamente a la ruptura total con los partidos socialpatriotas y particularmente con el laborismo en total contraposición con el oportunismo de Lenin, Radek, Zinoviev, Clara Zetkin y otros oportunistas decisivos de la dirección de la IC. La contraposición entre ambos organismos será cada vez mayor, hasta que Fraina, en nombre del Buró de Ámsterdam, afirma públicamente (18) un conjunto importante de rupturas revolucionarias: reivindicación de la escisión en Alemania con el oficialista KPD y de las posiciones del Partido Comunista Obrero de Alemania (KAPD) de ruptura total con los sindicatos, el rechazo de la posición «masista» del partido y la afirmación del mismo como factor unificador y dirigente, la necesidad de ruptura con el centrismo definido como el principal enemigo y la definición como oportunistas de un conjunto de fuerzas (USPD, el Partido Socialista Norteamericano, la izquierda del Partido Laborista británico, el Partido Socialista Obrero Español) con las que Moscú coqueteaba. Fue demasiado, pues en los hechos se estaba denunciando abiertamente la política oportunista de los bolcheviques y la dirección de la IC. La respuesta del Comité Ejecutivo de la IC no se hizo esperar: se decidió lisa y llanamente liquidar el Buró de Ámsterdam. Es un antecedente importante de cómo se liquida a los discrepantes más adelante. Nada de discusiones, ni de consultas de los propios interesados, se decide oficialmente disolver el Buró de Ámsterdam y los interesados no son notificados de esta resolución directamente, sino que se enteran, por la radio, de que no existen más como Buró, que no son más representativos, que su mandato está anulado. Todavía no se utiliza la liquidación física pero se dice abiertamente que la decisión de «anular el mandato del Buró de Ámsterdam» es adoptada por el simple hecho de que «este último defiende, sobre estas cuestiones, un punto de vista opuesto al del Ejecutivo y principalmente en el rechazo del arma parlamentaria» (sic) y «el renunciar a hacer penetrar el espíritu revolucionario en los sindicatos». Muy rápidamente se verifica que el «arma parlamentaria» y el entrismo en los sindicatos liquida totalmente ese «espíritu revolucionario» y los partidos «comunistas» serán una nueva edición de los partidos socialdemócratas que siempre habían sido partidos parlamentarios y sindicales, es decir, partidos estatales (de control de los proletarios).
LA VIGENCIA CONTRARREVOLUCIONARIA DEL LENINISMONo sólo quienes nos critican, sino incluso lectores y compañeros próximos, se sorprendieron de nuestra enésima insistencia sobre el leninismo, el bolchevismo, el estalinismo…, considerando que todo eso ya está quemado, superado o/y que todo eso se hizo pelota con la «caída del muro» y que sólo quedan absurdos resabios, caribeños u otros, que no tienen ninguna actualidad. Esa apreciación no se basa en la realidad de la dominación capitalista y el aporte que, a la misma, significó la contrarrevolución leninista-estalinista como «ciencia de la maniobra política, táctica y estratégica», que justifica todo y su contrario, sino en lo que los políticos dicen de sí mismos, o lo que es lo mismo, en los regímenes políticos o partidos formales que se llaman a sí mismos leninistas o marxistas leninistas.El leninismo es, sin embargo, mucho más amplio e importante que los regímenes marxistas leninistas, que, no está de más recordarlo, abarcaron más de la mitad de la humanidad y Lenin fue el autor más divulgado de todos los tiempos hasta épocas muy recientes. El marxismo leninismo es una metodología general decisiva para dominar al proletariado, una verdadera «ciencia de la maniobra», como Trotski decía, por la cual, en nombre de intereses superiores, se liquida la acción directa revolucionaria. Si en el sentido más amplio todas las fuerzas y partidos, cuyo objetivo es controlar a los proletarios, constituyen el partido histórico de la socialdemocracia (sí, del viejo partido burgués para neutralizar a los proletarios), el triunfo de la contrarrevolución leninista hizo, de esa ciencia, la forma más desarrollada de la dominación de los proletarios, la metodología más perfeccionada para imponerle al proletariado, en nombre del futuro socialista, la movilización productiva y nacional imperialista. El leninismo no sólo es utilizado por estalinistas, trotskistas, zinovievistas, gramscianos… que es verdad que cada vez son menos importantes, sino que, en forma consciente o inconsciente, es utilizado por nacionalistas, socialistas, libertarios, liberales, populistas, derechistas, izquierdistas… No es necesario leer a Lenin para encontrar esa misma dualidad característica, llevada a su expresión máxima, en nombre no tanto del partido, sino del socialismo futuro, el progreso, la nación, la democracia, la igualdad… Tampoco es necesario ser miembro de un partido para defender esa concepción; hoy la misma reflorece, como si se tratara de hongos, en las ONG, los sindicatos, las estructuras de ayuda social... que el estado instaura en los barrios pobres como táctica contrainsurreccional (en las favelas, en los banlieu, en los suburbios, en las villas…), en el pseudosocialismo latinoamericano, entre los piqueteros argentinos o adentro del movimiento de trabajadores sem terra de Brasil… Se nos dirá que ese dualismo es esencial en todas las formas de dominación capitalista y que no son fruto del leninismo, ni de la socialdemocracia, lo que es totalmente cierto, porque la democracia misma, para disolver la clase en el individuo ciudadano, requiere de todo eso y, en ese sentido, todo partido interesado en el desarrollo y el progreso del capital tiene que utilizarlo. Sin embargo, en tanto que proletarios, explotados y dominados, en lucha contra el capital y sus estados, nos interesa de sobremanera las formas precisas en que esa dominación se estructura y, en particular, las formas de dominación destinadas a los proletarios, concebida para canalizar a quienes ponen su voluntad en la lucha contra esta sociedad. Es decir, nos interesa de sobremanera el papel de los partidos burgueses para el proletariado, es decir la socialdemocracia y su perfeccionamiento marxista leninista. Y al profundizar en la misma constatamos que no estamos frente a una forma cualquiera de dominación sino frente a la forma más perfeccionada que puede existir, más allá de la terminología que la misma pueda utilizar. Así, el «mal menor» es un invariante en toda la historia de la opresión y dominación de clase. Siempre la clase dominante intenta utilizar y canalizar a sus propios explotados y dominados contra otros sectores diciendo que son peores, siempre se trata de cambiar algo para que todo quede como está. Siempre la socialdemocracia había utilizado ese expediente contra la autonomía proletaria y la acción directa. Pero el mérito de aplicar dicho expediente para liquidar toda la fuerza del proletariado insurrecto mundial de los años 1917 a 1919 y canalizarlo hacia el frentismo corresponde al leninismo en el poder (1918-1923) y a la consecuente propaganda marxista leninista. La forma más elevada de esa liquidación revolucionaria es precisamente esa transformación histórica hasta imponerle el frente único, luego el frente popular, el frente nacional, hasta la sumisión a la guerra interimperialista y su masacre generalizada. Desde entonces siempre la dictadura del capital, la democracia, para su dominación, crea el cuco del fascismo para legitimarse como antifascista y liquidar toda expresión autónoma en base a un frente (que como todo frente popular incluye el terrorismo de estado). Pueden variar las formas o las denominaciones pero todas las formas de dominación y liquidación del proletariado autónomo utilizan las bases socialdemócratas y el perfeccionamiento de las mismas que efectuó el leninismo y sus diferentes y numerosas variantes. |
Con esa misma política se organiza el Segundo Congreso Pan Ruso de Organizaciones Musulmanes Comunistas. En ese congreso, Lenin no tiene ningún reparo en poner como sujeto de la revolución, en primer lugar, no al proletariado revolucionario, sino a los «países oprimidos», es decir a la alianza de explotados y explotadores: «La revolución socialista no será sólo, ni será principalmente, la lucha de los proletarios revolucionarios de cada país contra su burguesía, sino que ella resultará de la lucha de todas las colonias y de todos los países oprimidos por el imperialismo de todos los países dependientes contra el imperialismo internacional». Es totalmente falso que los llamados al frente popular y a las alianzas con la burguesía hayan comenzado con Stalin, como pretende por ejemplo el trotskismo en todas sus variantes; es una mentira gigantesca culpar a Dimitrov o Stalin de la política liquidacionista del frentepopulismo. Este tipo de llamados y manifiestos implicaban un llamado abierto a la lucha nacionalista y supuestamente antiimperialista. Ese tipo de proclamas, que se sucedieron desde entonces, contribuyen directamente a la liquidación de la autonomía del proletariado en el mundo entero. En efecto, sólo una versión nacional del desarrollo del capital, muy común en la ideología euroracista de la socialdemocracia y luego de la IC, puede pretender que esos llamados al proletariado para que apoyara a las burguesías nacionales, en su supuesta lucha contra los imperialistas, afecta únicamente al proletariado de tales o cuales países «coloniales o semicoloniales», y no a todo el proletariado mundial. Primero, porque esa supuesta «táctica» era un verdadero entreguismo estratégico de todo el proletariado mundial; al que se le llamaba explícitamente a considerar la contradicción nacional como más importante que la contradicción de clase y como conducente al mismo objetivo socialista, lo que es totalmente falso: jamás la liberación nacional conduce al socialismo, ni favorece los intereses del proletariado. Porque, en vez de afirmar la lucha mundial del proletariado contra la burguesía mundial, esos oportunistas, erigidos en jefes de estado, estaban llamando, en nombre del proletariado, a los proletarios de todo el mundo a apoyar tal o cual nación considerada oprimida, es decir a liquidar, en todas partes, la verdadera autonomía de clase y poner al proletariado como furgón de cola de cualquier burguesía del mundo que se definiera «contra el imperialismo». Segundo, porque la cuestión misma de «países oprimidos» se podía aplicar realmente en cualquier parte del mundo, lo que más tarde hacen los trotskistas y estalinistas por doquier. En efecto, exceptuando algún país (¡no se nos ocurre otro que Inglaterra!), todos los países del mundo podían ser, y serían, en algún momento de la historia, redefinidos como oprimidos o como semicolonias (por ejemplo, ¡fueron definidos así hasta países como Alemania o España!). E incluso, en esos poquísimos países «opresores» que quedarían totalmente exceptuados de esa tan interesada como absurda calificación (20), siempre se podía, y se podrá, encontrar otros «pueblos» o «naciones» oprimidas en su interior y, por lo tanto, también en ellos, justificar la alianza de los proletarios con las burguesías de esas «naciones oprimidas», lo que era, y será siempre, un arma contra la constitución del proletariado en clase y por lo tanto en partido. En los hechos, se proclamaba, de forma apenas encubierta, el viejo principio socialdemócrata de que la revolución socialista, por la que se luchaba, no era el resultado de la lucha contra el capital, y mucho menos contra el capital mundial, sino de una amplia alianza, popular y nacionalista, contra tal o cual «imperialismo», contra tal o cual país. Prácticamente se llamaba a renunciar a la lucha proletaria contra el capital y a aliarse con los capitalistas que se considerasen (y realmente se dejaba así la puerta abierta para toda política de alianza y pactos imperialistas como el que realiza algo después Stalin con Hitler y después con Roosvelt y Churchill) en cada caso particular como «antiimperialistas», o más adelante más demócratas que los otros. Como es sabido, ésa será la política de oportunidades, tan defendida por Lenin, en función de los intereses del capital nacional e imperial ruso, que marca las alianzas y los virajes de los dirigentes rusos desde la época de Lenin. Es totalmente lógico que, con esa concepción nacional imperialista, Lenin llamase cada vez menos a la revolución y mucho más a la paz entre las naciones. En diciembre de 1919, subrayando «su invariable anhelo de paz» (¡textual!), Lenin se dirige a todas las potencias de la Entente: Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Japón, Italia… Ese mismo mes, Radek afirma la necesidad de «la reconstrucción nacional» y la «construcción del socialismo», en «coexistencia pacífica con los estados capitalistas» y en base a un «compromiso con el capitalismo mundial». Años después Stalin, con la teoría del socialismo en un sólo país y su represión del movimiento obrero de cada país en función de los intereses y acuerdos del estado ruso, contrariamente al mito trotskista, no haría más que aplicar y llevar a las últimas consecuencias esta concepción de los bolcheviques, defendida cuando apenas habían consolidado el poder.
En 1920, los bolcheviques, al mismo tiempo que hacen algunas declaraciones rimbombantes y llamados al proletariado, se afirman cada vez más como continuadores del zarismo, llegando incluso a protestar porque en tal o tal tratado (por ejemplo, el tratado de París en febrero 1920) no se tiene en cuenta los tratados concluidos por el zarismo con anterioridad. Es decir reclaman internacionalmente, ante los otros gobiernos burgueses, ser aceptados como los continuadores de los derechos, privilegios y deberes del estado ruso zarista. Los dirigentes representativos del estado ruso (Lenin, Trotski, Joffé, Linvinov, Chicherin, Radek…) multiplican los comunicados y las conferencias de prensa, dirigidos a mostrar la buena voluntad y hasta la paridad del gobierno ruso con los otros gobiernos del mundo y no dudan en dejar claramente establecido que incluso renuncian a la lucha revolucionaria para mantener la paz. Radek declara en febrero de 1920 que «el gobierno soviético no desarrollará más actividades revolucionarias en los países capitalistas» (21) «exigiendo» para ello ¡la lógica reciprocidad! Es decir, los bolcheviques, como administradores del estado ruso, no sólo no lo ponen al servicio de la lucha del proletariado (22), sino que liquidan la lucha del proletariado en función de los intereses del estado ruso. Por lo tanto se sitúan del lado del estado mundial del capital contra la lucha del proletariado.
Cuando, unos meses después, se produce la guerra contra Polonia, es claro que de aquellas posiciones derrotistas revolucionarias, de guerra proletaria contra la burguesía en todas partes, no queda absolutamente nada y se afirma abiertamente como una guerra entre estados nacionales e imperiales. Los propios bolcheviques reconocen este hecho y proclaman abiertamente que se trata (no de una guerra de clases sino) de una guerra nacional. El ejército rojo, con Trotski a la cabeza, reintegra a oficiales zaristas (Kamenev, Vaisetts, Tukhchvsky), incluido el último comandante en jefe del zar, el general Brusilov. Toda la dirección bolchevique se afirma como nacional imperialista al participar, así, en la liquidación de la autonomía de clase que ese encuadramiento militar, y los llamados a la guerra nacional, implican para el proletariado. A los proletarios que habían triunfado en la lucha contra los zaristas se les obliga ahora a obedecerlos y se aplica todo el terror de estado contra quien se rebela. Los fusilamientos, calaboceadas y torturas fueron moneda corriente. Zinoviev, uno de los viejos bolcheviques que siempre había defendido la posición socialdemócrata de que la revolución en Rusia sólo podía realizar las tareas democráticas burguesas, que, consecuentemente con ello, se había opuesto a la insurrección en nombre de la ausencia de condiciones y que había colaborado con el enemigo denunciando sus preparativos, declara: «La guerra se vuelve nacional. No sólo los sectores avanzados del campesinado, sino incluso los campesinos ricos son hostiles a las imposiciones de los propietarios polacos… Nosotros, comunistas, debemos situarnos a la cabeza de ese movimiento nacional que unirá a toda la población».
Es en esas circunstancias, de unidad nacional rusa hasta con los generales zaristas, de terrorismo interno y de sumisión de los bolcheviques a la política capitalista e imperialista rusa, que Lenin escribe su inmundo panfleto «La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo», en el que caricaturiza la práctica de las izquierdas comunistas, se pronuncia a favor de la participación en los sindicatos, en los parlamentos, se defiende la política de compromisos y se afirma la política del frente único con la socialdemocracia y de «gobiernos obreros». ¡Cómo no ver la coherencia entre esta política de liquidación democrática del movimiento y las promesas bolcheviques de coexistencia pacífica, de paz social, de que «el gobierno soviético no desarrollará más actividades revolucionarias en los países capitalistas»! Las diferentes delegaciones de las izquierdas comunistas, que van llegando a Moscú, en especial las del Partido Comunista Obrero de Alemania, que esperaban ser apoyadas por Lenin y sus compañeros en la ruptura que estaban realizando y en la lucha contra el centrismo, sufren una decepción total: las posiciones de Lenin no sólo no son las de ellos, sino que son exactamente las mismas posiciones contrarrevolucionarias que las de Levi, Radek y compañía. El mito de Lenin estaba tan arraigado, incluso entre los revolucionarios, que es necesario enviar una delegación tras otra para convencerse de que Lenin estaba objetivamente del otro lado de la barricada. Esa obrita de Lenin sobre la «enfermedad infantil» es, más adelante, el manual de formación de base de todo cuadro al servicio de la contrarrevolución. Es algo así como la biblia que recitan los servicios de choque estalinista en el mundo entero.
Fue así, con tomas de posiciones a favor de los oportunistas y centristas, con todos los socialdemócratas que se disfrazaban ahora de «comunistas» y se mostraban partidarios de la IC, con afirmación del ejército dirigido por oficiales zaristas, que encuadraban y disciplinaban a los proletarios, con llamados al capital extranjero, con acuerdos comerciales y militares con diferentes estados burgueses del mundo, cómo los bolcheviques prepararon el Segundo Congreso de la IC. En el mismo momento en que mejoran las relaciones comerciales y militares con los gobiernos de la región (Irán, Afganistán…), firman acuerdos comerciales con varios gobiernos (por ejemplo Suecia), se reanuda el comercio con Estados Unidos (eliminación de las restricciones al comercio con Rusia por parte del gobierno estadounidense), y llegan a un «acuerdo pleno» con el gobierno británico, entre marzo y julio de 1920; los bolcheviques publican una serie de documentos en los que adoptan claramente, y sobre la totalidad de las cuestiones en discusión, la posición del centrismo internacional contra la ruptura que las izquierdas comunistas (incluso en Rusia) habían afirmado desde siempre. De esta forma, el Comité Ejecutivo de la IC dirige una «carta abierta al KAPD», cuyo contenido fue conocido en el Segundo Congreso de la IC, en el que se toma abiertamente partido contra ellos y a favor del partido contrarrevolucionario de Levi y compañía. Dicha carta llama a los miembros del KAPD a renunciar a toda la ruptura que venían efectuando, callando sus críticas al PC oficial, a ingresar en los sindicatos socialdemócratas, a participar en las elecciones nacionales y en el parlamento… Apelando a la autoridad póstuma de Luxemburgo y Liebneckt, se llama, o más aún se conmina, a los militantes de ese partido a renunciar a todo lo que los había llevado a constituirse como fuerza aparte, afuera y en contra de los partidos y los sindicatos del capital. Al mismo tiempo se los calumnia y desprestigia, diciendo que ayudan en la práctica a «la burguesía a prolongar su dominación de clase», que su concepción de partido es «propagandista», «anarquista»… y, simultáneamente, les dan un verdadero ultimátum para que se sometan a la disciplina, utilizando métodos que más tarde son moneda corriente.
En preparación del Segundo Congreso se redactan las 19 (luego se agregarán dos más) condiciones de adhesión a la IC, que, a pesar de que son presentadas como un parapeto contra reformistas, excluyen a los grupos y las organizaciones que habían afirmado una ruptura fundamental con la socialdemocracia. Ya antes del Congreso, esas condiciones circulan como «las condiciones de exclusión del Partido Comunista Obrero de Alemania». Ello queda bien claro en la discusión de junio, entre por un lado Lenin-Radek, en nombre de esas condiciones, y Merges-Rüle por el otro, en nombre del KAPD. También circulan una serie de artículos redactados por Zinoviev, que había pasado de ser considerado, por Lenin y Trotski, como el peor de los traidores, por su actitud policial durante la insurrección (¡y así lo decía antes Lenin!), a ser ni más ni menos que el adulado presidente de la IC. Entre esos artículos se destacan «Las cuestiones quemantes de la actualidad para el movimiento internacional, el Segundo Congreso de la IC y sus tareas» y «Lo que ha sido la Internacional hasta ahora y lo que debe ser en el futuro». En el primero se defiende la vieja concepción «masista» del partido y se trata de probar el éxito de esos partidos con el número de personas y adherentes y en general por los éxitos parlamentarios (como siempre había hecho la socialdemocracia), lo que se sitúa en las antípodas de la posición del KAPD. Los revolucionarios en Alemania contraponían al partido de masas socialdemócrata-leninista el partido «núcleo» y especificaban que utilizaban la palabra partido (como Marx) en el «sentido no tradicional del término». En el segundo texto de Zinoviev, lo más importante es la afirmación de que ahora hay que obedecer a la disciplina. Toda su perorata, en contra del reformismo, esconde mal que se buscaba liquidar la ruptura comunista, dado que se llama abiertamente a la unidad con el centrismo, a la unidad con los Levi, los Gramsci ¡y hasta con el Partido Laborista británico!
De la misma manera, Lenin, antes del Segundo Congreso de la IC, anuncia su color, definiéndose abiertamente no sólo por el parlamentarismo sino por la afiliación de los comunistas al Partido Laborista británico que la izquierda comunista, de ese país y del mundo, consideraba, con total razón, como el «último bastión de la defensa del capitalismo contra la revolución proletaria ascendente» (23). En el Congreso mismo, que se produce en Moscú en julio-agosto de 1920, se consolida toda la línea bolchevique y, también, el dominio total de éstos sobre la Internacional y sobre cada uno de los partidos adherentes: parlamentarismo, sindicalismo, «emancipación nacional». En cuanto a este último punto, se imponen, claro está, las oportunistas tesis de Lenin, aunque suavizadas para no cristalizar la organización de la izquierda comunista especialmente persa, corea, hindú… Así, en vez de la fórmula abiertamente frentepopulista que Lenin había elaborado -«la necesidad de que todos los partidos comunistas ayuden al movimiento democrático burgués de liberación»-, que pone al comunismo como sirviente de la burguesía, se termina aprobando otra mucho más vaga. Sólo en función de los intereses del estado y maniobrando en los corredores, los leninistas suavizaban las formulaciones derechistas para evitar que las minorías revolucionarias se reagruparan. Sin embargo, el alineamiento de los bolcheviques y del Ejecutivo de la IC «sin reservas, junto al oportunismo» (24) es denunciado abiertamente por los verdaderos comunistas que efectivamente habían roto con la socialdemocracia.
Como decimos en la presentación de la segunda parte de la cronología (25), el período que viene luego de ese Congreso y hasta fines de 1921 «se caracteriza por la ola de derrotas y un repliegue desordenado del movimiento revolucionario, que constituye, por un lado, la verificación práctica de que la revolución no podía avanzar sin romper programáticamente, a fondo, con el programa de la socialdemocracia (parlamento, sindicatos, apoyo al desarrollo del capital en Rusia, “derechos de los pueblos a la autodeterminación”, reformismo en todo los niveles…) y, por el otro, será refrendado por una “nueva política” que irá aún más lejos en la afirmación de la contrarrevolución -participación en la lucha intercapitalista internacional, frente único (“obrero” y “antiimperialista”), gobiernos obreros...-, que será oficializada por el Tercer y Cuarto congresos de la IC. Esa NEP (26) en lo internacional será acompañada por la liquidación real de toda la vanguardia comunista, desarticulada, vencida desorganizada, desarmada, separada de los obreros que ya se iban resoldando con su capital nacional para producir los monstruosos fenómenos que veremos unos años después: estalinismo, fascismo, frentes nacionales antiimperialistas, nazismo, frente popular».
>La aplicación de las directivas del Segundo Congreso conduce a la adhesión masiva de socialdemócratas a los partidos comunistas o a la dilución de los comunistas en un partido socialdemócrata y el aislamiento y desautorización de los revolucionarios que se oponen al nacionalismo, el parlamentarismo, el sindicalismo. En nuestra cronología se dan muchos ejemplos de cómo esa política de la IC conduce a ese resultado en Alemania, Austria, Francia, Argentina, México. En Alemania, la política del partido de Levi, que apoya a la IC, es cada vez más cercana a la de la putrefacta USPD (la unificación ordenada desde Moscú se produciría unos meses después), llegando al extremo de publicar comunicados conjuntos, llamando a los proletarios a oponerse al movimiento insurreccional del proletariado definido como una provocación. El leninismo actúa como habían actuado los viejos bolcheviques que se oponían a la insurrección. El zinovievismo y el kamenevismo de los viejos bolcheviques contrarrevolucionarios se había internacionalizado, avalado ahora por Lenin y Trotski: la insurrección proletaria pasó a ser considerada aventurerismo pequeño burgués. ¡Esa caracterización sigue siendo utilizada hoy por socialdemócratas y estalinistas!
TERRORISMO DE ESTADO CONTRA EL PROLETARIADOLa contrarrevolución escondió, desde el principio, que el terror «rojo», que se aplicó bajo Lenin, no iba dirigido principalmente contra la burguesía, sino contra el proletariado. Ello es la consecuencia lógica del programa de desarrollo del capitalismo aplicado desde el principio por Lenin y los suyos: la defensa de los intereses elementales del proletariado se contraponen siempre a la política capitalista. Por eso aunque también se reprimen sectores de la burguesía y otros partidos capitalistas, cada vez más fuerzas burguesas serán cooptados o/y neutralizadas y el terrorismo de estado se aplicará masivamente contra el proletariado rural y urbano.Desde la creación de la Checa, en diciembre de 1917, se definió como enemigo al «sabotaje y la contrarrevolución», categoría en la que entraron de primera quienes se oponían a la política nacionalista de los bolcheviques y a quienes saboteaban el desarrollo de la organización capitalista y tayloriana de la producción. Cuanto más se fue reafirmando la política nacionalista e imperialista, y en lo interno se iba cooptando para el aparato del estado a viejos funcionarios y militares zaristas, así como a viejos burgueses para gestionar el capital, más la represión contra el proletariado se fue agudizando. Si las primeras víctimas del terrorismo de estado, especialmente entre el proletariado agrícola, se producen en plena guerra civil (entre el terror blanco y el terror rojo) y se puede aducir una gran confusión en una contienda entre dos proyectos capitalistas, luego se fue concentrando en lo económico, en la represión contra toda tentativa proletaria de vivir menos mal. Eran acusados de especuladores quienes intercambiaban comida, quienes resistían a las requisiciones, quienes obtenían un pedazo de carne para comer, quienes hacían huelga en la fábrica, quienes resistían al reclutamiento forzado en el ejército y en general quienes promovían la lucha contra las medidas de agudización de la explotación que el leninismo imponía contra los intereses proletarios. Pero fueron reprimidos selectiva y más violentamente todavía quienes llamaban abiertamente a la resistencia frente a la política claramente burguesa de los bolcheviques y especialmente quienes actuaban organizadamente contra el estado, como siempre habían hecho. Los mismos partidos y grupos que más habían sido reprimidos por el zarismo son los primeros en ser reprimidos por los bolcheviques, que, no podemos olvidar, contaron con la colaboración de muchos de los viejos oficiales zaristas y experimentados milicos. En muchos casos, los militantes revolucionarios fueron arrestados en las mismas cárceles y en los mismos calabozos en los que habían estado durante el zarismo. La cantidad y la calidad de la represión fue, desde la creación de la Checa, terrible: la tortura se generalizó desde el principio y la desaparición de personas y la liquidación física fue la política general. La época de más represión masiva abierta, en toda la historia de la Unión Soviética, medida, por ejemplo, por el número de muertos directos de la represión, contrariamente al mito, es bajo Lenin. Diferentes fuentes coinciden en afirmar que, en lo que se considera oficialmente época del Terror, es decir 18 meses (desde septiembre de 1918 a enero de 1920), hubo un promedio de un millón y medio de muertos por año. La declaración del Comité Central Ejecutivo de los Soviets, del 2 de setiembre de 1918, que legitima lo que denominarán «terror de masas» y que efectivamente fue terror contra las masas, fue aprobada en principio contra los opositores a la paz de Brest-Litovsk y particularmente contra la rebelión abierta de los socialistas revolucionarios de izquierda y contra quienes llamaban a continuar la revolución, a hacer la revolución permanente o «tercera revolución». Para quienes habían decretado que la revolución había terminado, que ahora había que trabajar y construir en alianza y colaboración con las diferentes fuerzas del capital y el estado mundial, quienes llamaban a continuar la revolución (¡cómo habían hecho los bolcheviques insurreccionalistas hasta octubre de 1917!) pasaron a ser definidos como «agentes de la burguesía». Algo más de un mes después, Lenin se justifica en Pravda: «Cuando la gente nos reprocha nuestra crueldad, nosotros nos preguntamos cómo olvidan los más elementales principios del marxismo» (publicado el 26 de octubre de 1918). Si Lenin se tomaba por él máximo interprete de dios Marx en la Tierra, para justificar lo injustificable, es totalmente lógico que Dzerjinsky, el primer jefe de la Checa, declarase que el hombre comunista se creaba matando a quienes resistían: «La imposición proletaria bajo cualquier forma, comenzando por la ejecución capital, constituye un método para crear el hombre comunista». Un año y medio después, cuando el estado decide suprimir la pena de muerte, lo hace para utilizar toda la fuerza de trabajo y ponerla al servicio del desarrollo económico. Se consolidaba así la ideología leninista del indispensable desarrollo del capitalismo como paso al socialismo, se aplicaba el eslogan «genial» de Lenin de que el socialismo es «el poder de los soviets y la electrificación del campo». La aplicación estricta del trabajo forzado era necesaria para la realización de las tareas democrático burguesas en un país en ruinas. Se le impondrá al proletariado, por la ideología y el terror de estado, el máximo esfuerzo productivo posible. Los campos de trabajo forzado habían empezado a funcionar ya en 1918, en donde se habían creado dos. En 1920 se abrirían ocho campos de concentración más. En 1922, la dirección de la policía política controlará 56. Al mismo tiempo que la condena a «trabajos forzados», que Lenin y Trotski defendían, se seguía generalizando, hasta transformarse en la condena tipo contra «los que no querían trabajar y los saboteadores», es decir contra la resistencia proletaria. Las cárceles, que los proletarios habían vaciado en 1917, tendrán en sus inmundas entrañas, a la muerte de Lenin, 87.800 presos políticos, lo que incluye ya a muchos militantes que habían participado en la insurrección de octubre, incluidos militantes de la izquierda comunista del propio partido bolchevique. El aparato policial, el terror de estado y los campos de trabajo forzado se transformaron así en la clave de la contra «revolución rusa» y del desarrollo del capitalismo (que luego Stalin obliga a llamar «socialismo») en un solo país. En el segundo aniversario de 1917, el propio Pravda escribía «“todo el poder a los soviets” se transformó en “todo el poder a las Checas”». |
El oportunismo triunfante contra la revolución llega a niveles tales que Zinoviev, como jefe de la IC, sustituye la «lucha de clases» por la «guerra santa contra los ladrones y los opresores» en su discurso de apertura del Primer Congreso de los Pueblos de Oriente. Esas posiciones conducen a los bolcheviques a mantener excelentes relaciones con los represores nacionalistas del proletariado, que utilizan ya el método de la tortura y la desaparición de militantes. Mientras Mustafá Sufi y otros militantes comunistas turcos eran torturados y desaparecidos (al parecer lanzados al mar tras ser asesinados), los bolcheviques afirman las relaciones amistosas y comerciales con (los represores directos) el estado en Turquía, llegando a la firma de un tratado en el que, con total desparpajo e insolidaridad con respecto a los comunistas asesinados, se proclama «la afinidad mutua entre el movimiento de liberación nacional de los pueblos y las luchas de los obreros de Rusia por un nuevo orden social». En Persia sucede otro tanto, en 1921, se aísla y expulsa a los revolucionarios, imponiendo al partido «comunista» en ese país que abandone la lucha y colabore con el nacionalismo en el mismo momento en que los bolcheviques afirman las relaciones amistosas y diplomáticas con el estado represor. También en Afganistán afirman las relaciones interestatales, que habían comenzado desde la insurrección, aislando así a los revolucionarios de ese país.
Ni siquiera la política nacionalista burguesa de los bolcheviques es consecuente, porque (como siempre en el terreno interburgués e interimperialista) los acuerdos con los diferentes imperialismos los lleva a traicionar, una y otra vez, la política nacionalista prometida. Por ejemplo, los acuerdos imperialistas con Reino Unido llevan a los bolcheviques a no cumplir los acuerdos de publicar la revista «Los pueblos de Oriente», que se había acordado en el Congreso de los Pueblos de Oriente. Mientras el estado ruso va consolidando sus alianzas imperialistas y la política de atraer capitales, en Rusia, durante todo 1921, se siguen disminuyendo todas las raciones alimentarias e intentando, por todos los medios, aumentar la explotación de los proletarios, lo que conducirá a la última gran resistencia proletaria: huelga general en Petrogado, revuelta en los históricos talleres Putilov, «el crisol de la revolución», y luego la gran revuelta de los proletarios y marineros de Kronstadt.
Durante esa afirmación progresiva de la contrarrevolución internacional y de la política contrarrevolucionaria de los bolcheviques, se realiza el Tercer Congreso de la IC, en el que se consolida toda la política socialdemócrata de «ir a las masas». No quedan ni las huellas de la fraseología revolucionaria del Primer y el Segundo congresos. Todo es sustituido por la «conquista de la mayoría de la clase obrera» y otras frases clásicas del oportunismo y la vieja escuela socialdemócrata. Para ello, el verdadero debate es sistemáticamente saboteado y prohibido por los dirigentes de la IC, que hacen enormes y sensacionales discursos pero que acortan, todo lo posible, el tiempo de palabra de los delegados del KAPD, Roi u otros compañeros. Todos los discursos oficiales tienen como objetivo repetir la fraseología barata de Lenin, en su «enfermedad infantil», y descalificar a los compañeros de las izquierdas comunistas. El debate mismo, en el Tercer Congreso, es una caricatura, una burla, de la polémica real. A los delegados se los reúne aparte y se les explican las posiciones oficiales contra el KAPD; todo está preparado para su exclusión. A los delegados de esta organización se los reprimió en el uso de la palabra y sólo se los escucha un tiempo limitadísimo y en una sala ya convencida y sin interés en la polémica. Los compañeros cuentan que el rumor era permanente y que ni siquiera se los escuchaba. Se funcionaba como en los viejos congresos socialdemócratas y en general de la democracia: todo está cocinado de antemano, la polémica se sustituye por los discursos espectaculares que inducían los aplausos en función del prestigio espectacular del que lo pronunciaba. La IC no sólo defendía el parlamentarismo sino que se había transformado en un verdadero parlamento; todas las tareas propias del congresismo socialdemócrata se generalizaban nuevamente.
PRIMEROS PASOS DEL TERRORISMO DE ESTADOLa primera acción de la Checa fue aplastar una huelga de empleados y funcionarios de Petrogrado. La primera gran redada se realizó la noche del 11 al 12 de abril de 1918, fue contra organizaciones que se definían como anarquistas y sorprendió por su inusitada dureza. Durante la misma actuaron más de 1.000 milicos de la Checa que tomaron por asalto unas 20 casas de anarquistas de Moscú y apresaron a 520 personas, de los cuales asesinaron a 25 de ellos, acusándolos de «bandidos». Este apelativo se haría corriente en lo sucesivo contra los militantes que continuaban luchando contra el capitalismo y el estado. |
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TESTAMENTO DE UN REPRESOR LENINISTA ARREPENTIDOEl 16 de febrero de 1923 en pleno bulevar Nikitsky de Moscú, un miembro de la Comisión Gubernamental de Investigación y Dirección Política del Estado se suicida y como testamento deja la siguiente carta: «¡Compañeros! Luego de que me pusieron rápidamente al tanto de los asuntos tratados por nuestra principal institución para la defensa de las conquistas del pueblo trabajador, un estudio de los documentos de investigación y de los procedimientos aplicados conscientemente por nosotros, para afirmar nuestra situación, en base a las indicaciones del compañero Unschlich que los considera indispensables para los intereses del Partido, me obligaron a salir para siempre de tales horrores, de esas canalladas que practicamos en nombre de los grandes principios del comunismo y a los cuales yo participé inconscientemente como obrero del Partido Comunista. Quiero, con mi propia muerte, confirmar mi error y en ese sentido os dirijo mi última plegaria. Cambiad totalmente mientras todavía estéis a tiempo, no deshonren, con vuestros métodos, a nuestro gran maestro Marx y no sigáis alejando a las masas del socialismo». (27) |
La apología leninista de los compromisos y los acuerdos con el enemigo, la maniobra permanente como «táctica genial», como «estrategia revolucionaria», la falta total de principios es erigida para siempre en el único principio general del Congreso. Trotski no se imaginaba hasta qué punto se estaba gestando el estalinismo y él estaba contribuyendo al mismo, cuando declaraba, en ese congreso, que la IC se había transformado en una «escuela de estrategia revolucionaria… superando su fase infantil» y que eso había sido posible gracias al dominio de «la ciencia de la maniobra política, táctica y estratégica».
Creemos que estos elementos resumen bien lo que es en Rusia, y especialmente en lo internacional, el leninismo como gran liquidador de las fuerzas revolucionarias en el mundo entero e introducen conceptualmente la liquidación práctica que se produce en todos los países, en los años siguientes, como expusimos y seguiremos exponiendo en otros trabajos.
La sistematización leninista de todos los dualismos socialdemócratas generaliza la función de ese partido burgués para los proletarios. En efecto, sólo oponiendo al proletariado como clase con el partido, los intereses económicos de los proletarios con los intereses históricos del socialismo, se puede argumentar que, en nombre del socialismo, hay que dejar los intereses inmediatos y, por ejemplo, sacrificarse por la economía nacional. Todos los virajes y justificaciones leninistas, todos los sacrificios del proletariado, todas las «traiciones» de los partidos de izquierda, tienen como fundamento ese conjunto interminable de dualismos que hoy encontramos en todas las formas modernas de la socialdemocracia: intereses económicos e intereses políticos, programa mínimo y programa máximo, intereses inmediatos e intereses históricos, táctica y estrategia. La ciencia de la maniobra política se materializa prácticamente en el posibilismo y el realismo de la oportunidad política que todos conocemos: «si pero es menos malo que…», «no será socialista pero es lo que se puede hacer», «el parlamento es una institución burguesa pero hay que participar para denunciarlo», «las elecciones no permiten llegar al socialismo, pero mientras tanto votemos por...», «la liberación nacional es un paso… hacia el socialismo». A su vez este maniobreo sin fin, de las zanahorias políticas y del oportunismo erigido en método, en función de intereses ajenos al proletariado (intereses del partido o/y estado que lo lleva adelante y particularmente de la Unión Soviética), al mismo tiempo que conlleva la liquidación de las minorías revolucionarias, que siguen aferradas a los intereses proletarios, consolida la contrarrevolución mundial y se transforma en la forma, al fin encontrada, de liquidar toda la autonomía del proletariado, en nombre de ese mismo proletariado. Más allá de la falsa imagen radical de Lenin en sus primeros tiempos, el leninismo pasará a ser reconocido, por sus supuestos enemigos socialdemócratas y hasta por las otras fracciones de la burguesía, como un modelo exitoso. Los nazis imitarán los métodos de movilización de masa y propaganda, la policía política, los campos de trabajo y concentración, y las otras grandes fuerzas imperiales del mundo no se quedarán atrás en cuanto a los «grandes trabajos» y la consecuente movilización de masas durante el New Deal. Las escuelas de oficiales y militares, de todas las grandes potencias, leerán Lenin, no sólo como un enemigo a tener en cuenta, no sólo como un excelente interprete de Clausewitz, sino por el perfeccionamiento de los métodos de control y sumisión de las masas.
Evidentemente, en ese dualismo siempre hay un polo que es determinante y dominante -el partido, la teoría, la ciencia, la civilización, el progreso, el socialismo, el desarrollo de las fuerzas productivas…- y otro que es subordinado, oprimido, secundario, condenado al sacrificio -el proletariado, lo inmediato, lo táctico, las necesidades concretas, los intereses «economicistas»...-. Siempre la humanidad es sacrificada en nombre de una zanahoria que nos hace marchar y que esconde, invariantemente, el propio desarrollo de las fuerzas productivas del capital. En todos los casos se sacrifican los intereses proletarios, los intereses directamente humanos, en nombre de intereses superiores, se hace primar ese polo definido como superior. Sucede exactamente lo mismo que con la religión judeocristiana, el sacrificio aquí en nombre del más allá. Más aún, ese polo dominante se argumenta a sí mismo, es el que define los criterios de verdad, es la expresión misma de la ciencia incuestionable y ante la cual hay que sacrificarse. Si los proletarios no son más que el polo subordinado: ¿quién tiene esa función de la verdad en la Tierra, de la ciencia ante la cual hay que arrodillarse? Es evidentemente lo que el leninista llama «el partido». Exactamente como la iglesia era en la Edad Media la concreción de dios en la Tierra, el partido pasa a ser así la concreción del socialismo idealizado, de la ciencia, de la civilización y por lo tanto es incuestionable. Toda crítica de fondo pasa a ser un pecado y los críticos tienen como sanción la excomunión y la hoguera. La represión y el terrorismo de estado fueron, y son, la consecuencia inevitable del dogma revelado.
Esta concepción siempre estuvo presente en la socialdemocracia, desde Lasalle a Proudhon, hasta que fuera sintetizada y sistematizada por Karl Kautsky. Su discípulo Lenin la adopta (de ahí la importancia del texto de Barrot que presentamos a continuación) y la lleva a la práctica, en forma masiva, desde 1917. Stalin, Trotski, Zinoviev, Kamenev, Dimitrov, Gramsci... son los mejores discípulos contemporáneos del discípulo de Kautsky. Luego siguen no sólo otros discípulos declarados del discípulo, tales como Mao, Ho Chi Min, Giap, Kim Il Sung, Enver Hoja, Fidel Castro…, u otros menos declarados como los supuestos «anarquistas» españoles de la CNT (Abad de Santillán, Federica Montseny, Marianet…), que también en nombre de la lucha contra el estado defendieron abiertamente al estado presente y concreto, el estado capitalista, y pusieron al proletariado, organizado en la CNT, a su servicio. Pero más allá de esas aplicaciones, esa concepción vuelve y volverá a ponerse de moda en todo tipo de organizaciones sociales y políticas para paralizar al proletariado en su acción directa contra el capital y el estado en nombre de un supuesto interés superior.
La historia del leninismo (y en general de la socialdemocracia) contra la revolución, sólo existe en forma dispersa e inorgánica. En su forma moderna, esa concepción no ha desaparecido, sino que por el contrario se ha generalizado y dispersado, lo que la ha hecho más fuerte y constitutiva fundamental del modo general de pensamiento dominante moderno, considerado políticamente correcto. Todavía no existe una sistematización de esa teoría y de esa práctica tras casi un siglo de acción decisiva. De ahí la importancia de nuestro intento. Hoy, bajo otras formas o denominaciones, la socialdemocracia, con todo lo que el leninismo le ha aportado, sigue siendo fundamental en la canalización y la liquidación de la energía de millones de proletarios que quieren cambiar el mundo hacia su contrario. Es decir para que toda esa energía se utilice en las tareas democrático burguesas y, en general, en el progreso del capital.
Sin embargo, las tesis desarrolladas por Kautsky en este folleto no se han «hundido» al mismo tiempo que la Segunda Internacional. Muy al contrario, han sobrevivido y constituido igualmente el fundamento de la Tercera Internacional por medio del «leninismo» y de sus avatares estalinistas y trotskistas.
¡El leninismo, subproducto ruso del kautskismo! He ahí lo que hará sobresaltarse a aquéllos que no conocen de Kautsky más que los anatemas lanzados contra él por el bolchevismo y, en particular, el folleto de Lenin: La bancarrota de la Segunda Internacional y el renegado Kautsky, y que no conocen de Lenin más que lo que es bueno conocer de él en las diferentes iglesias, capillas o sacristías que frecuentan.
No obstante, el título mismo del folleto de Lenin define muy exactamente su relación con Kautsky. Si Lenin trata a Kautsky de renegado, es ciertamente porque considera que éste era antes un adepto de «la verdadera fe», de la que él se considera ahora el único defensor calificado. Lejos de criticar el «kautskismo», al que se considera incapaz de identificar, Lenin se contenta de hecho con reprochar a su antiguo maestro del pensamiento el traicionar su propia doctrina. Desde cualquier punto de vista, la ruptura de Lenin fue a la vez tardía y superficial. Tardía porque Lenin mantuvo las ilusiones más grandes acerca de la socialdemocracia alemana, y no comprendió sino después que la «traición» hubo sido consumada. Superficial porque Lenin se limita a romper sobre los problemas del imperialismo y de la guerra, sin remontarse a las causas profundas de la traición socialdemócrata de agosto de 1914, ligada a la naturaleza misma de estos partidos y de sus relaciones tanto con la sociedad capitalista como con el proletariado. Estas relaciones deben ser vueltas a llevar, a su vez, al movimiento mismo del capital y de la clase obrera, y comprendidas como fase del desarrollo del proletariado, y no como una cosa susceptible de ser modificada por la voluntad de una minoría, ni siquiera de una dirección revolucionaria, por muy consciente que sea.
De ahí se deriva la importancia actual de las tesis que Kautsky desarrolla en este folleto de modo particularmente coherente, y que constituye el tejido mismo de su pensamiento a lo largo de toda su vida, y que Lenin recoge y desarrolla desde 1900 en Los objetivos inmediatos de nuestro movimiento y después en ¿Qué hacer? en 1902, en que, por lo demás, cita larga y elogiosamente a Kautsky. En 1913, Lenin recuperará nuevamente estas concepciones en Las tres fuentes y las tres partes constitutivas del Marxismo en donde desarrolla los mismos temas repitiendo a veces palabra por palabra el texto de Kautsky.
Estas tesis, basadas en un análisis histórico superficial y sumario de las relaciones de Marx y Engels, tanto con el movimiento intelectual de su época como con el movimiento obrero, pueden resumirse en pocas palabras, y algunas citas bastarán para esclarecer su sustancia:
«Un movimiento obrero espontáneo y desprovisto de toda teoría que se erige, en las clases trabajadoras, contra el capitalismo creciente, es incapaz de realizar... el trabajo revolucionario.»
Por eso es necesario realizar lo que Kautsky llama «la unión del movimiento obrero y del socialismo».
Ahora bien: «La conciencia socialista hoy (!?) no puede surgir sino sobre la base de un profundo conocimiento científico... Ahora bien, el portador de la ciencia no es el proletariado, sino los intelectuales burgueses... así pues, la conciencia socialista es un elemento importado desde fuera dentro de la lucha de clase del proletariado y no algo que surge espontáneamente». Estas palabras de Kautsky son, según Lenin, «profundamente justas».
Cae de su peso que esta unión tan deseada del movimiento obrero y del socialismo no podía realizarse de la misma manera en las condiciones alemanas y en las condiciones rusas. Pero es importante ver que las divergencias profundas del bolchevismo en el terreno organizativo no resultan de concepciones diferentes, sino tan sólo de la aplicación de los «mismos principios» en situaciones políticas, económicas y sociales diferentes.
De hecho, lejos de desembocar en una unión cada vez más grande del movimiento obrero y del socialismo, la socialdemocracia no desembocará sino en una unión cada vez mayor con el capital y con la burguesía. En cuanto al bolchevismo, después de haber estado en la revolución rusa como pez en el agua («los revolucionarios están en la revolución como el agua en el agua») y, por el hecho del fracaso de ésta, acabará en una fusión casi completa con el capital estatal administrado por una burocracia totalitaria.
Sin embargo, el «leninismo» continúa atormentando la conciencia de muchos revolucionarios de más o menos buena voluntad, en la búsqueda de una receta susceptible de triunfar. Persuadidos de ser «de vanguardia» porque tienen la «conciencia» mientras que no poseen sino una teoría falsa, militan para unir esos dos monstruos metafísicos que son «un movimiento obrero espontáneo, despojado de toda teoría» y una conciencia socialista desencarnada.
Esta actitud es simplemente voluntarista. Ahora bien, si como ha dicho Lenin, «la ironía y la paciencia son las principales cualidades del revolucionario», «la impaciencia es la principal fuente del oportunismo» (Trotski). El intelectual, el teórico revolucionario no tiene que preocuparse de ligarse a las masas, pues si su teoría es revolucionaria, ya está ligado a las masas. No tiene que «elegir el campo del proletariado» (no es Sartre quien utiliza este vocablo, es Lenin) pues, hablando con propiedad, no puede elegir. La crítica «teórica y práctica» de que es portador está determinada por la relación que mantiene con la sociedad. No puede «liberarse de esta pasión más que sometiéndose a ella» (Marx). Si «puede elegir» es que ya no es revolucionario, y que su crítica teórica está ya manida. El problema de la penetración de las ideas revolucionarias que comparte en ambiente obrero es, por ahí mismo, transformado totalmente: cuando las condiciones históricas, la relación de fuerzas entre las clases en lucha, principalmente determinada por el movimiento autonomizado del capital, prohíben toda irrupción revolucionaria del proletariado en la escena de la historia, el intelectual hace como el obrero: lo que puede. Estudia, escribe, da a conocer sus trabajos lo mejor que puede, generalmente bastante mal. Cuando estudiaba en el Museo Británico, Marx, producto del movimiento histórico del proletariado, estaba ligado, si no a los trabajadores, al menos al movimiento histórico del proletariado. No estaba más aislado de los trabajadores que cualquier trabajador lo está a su vez de los demás, en la medida en que las condiciones del momento limitan sus relaciones a aquéllos que el capitalismo permite.
Por contra, cuando el proletariado se constituye en clase y declara de una manera u otra la guerra al capital (y no tiene ninguna necesidad de que se le aporte el saber para hacerlo, pues al no ser él mismo, en las relaciones de producción capitalista, más que capital variable, basta que quiera cambiar aunque sea un poco su condición, para estar de lleno en el corazón del problema que el intelectual tendrá dificultad en entender) el revolucionario no está ni más ni menos ligado al proletariado de lo que ya lo estaba. Pero la crítica teórica se fusiona entonces con la crítica práctica, no porque se la ha aportado desde el exterior, sino porque son una sola y misma cosa.
Si en el período precedente el intelectual tuvo la debilidad de creer que el proletariado permanecía pasivo porque le faltaba la «conciencia» y si había llegado a creerse «de vanguardia» hasta el punto de querer dirigir al proletariado, entonces se reserva amargas decepciones.
Esta es, sin embargo, la concepción que constituye lo esencial del leninismo, y es lo que muestra la historia ambigua del bolchevismo. Estas concepciones sólo han podido mantenerse finalmente porque la revolución rusa ha fracasado, es decir, porque la relación de fuerzas a escala internacional entre el capital y el proletariado no ha permitido a este último hacer su crítica práctica y teórica.
Es lo que vamos a intentar mostrar analizando someramente lo que ha pasado en Rusia y el papel real del bolchevismo.
Al creer ver en los círculos revolucionarios rusos el fruto de «la unión del movimiento obrero y del socialismo», Lenin se equivocaba gravemente. Los revolucionarios organizados en los grupos socialdemócratas no aportaban ninguna «conciencia» al proletariado. Bien entendido, una exposición o un artículo teórico sobre el marxismo era muy útil a los obreros: no servía para dar la conciencia, el conocimiento de la lucha de clases, sino solamente para precisar las cosas, para hacer reflexionar más. Lenin no comprendía esta realidad. No sólo quería aportar a la clase obrera el conocimiento de la necesidad del socialismo en general, sino que quería igualmente ofrecerle consignas imperativas que expresasen lo que debe hacer en un momento preciso. Por lo demás, esto es normal, puesto que el partido de Lenin, depositario de la conciencia de clase, es, 1º, el único capaz de discernir el interés general de la clase obrera por encima de todas sus divisiones en capas diversas, y 2º, el único capaz de analizar permanentemente la situación y formular consignas adecuadas. Ahora bien, la revolución de 1905 debía mostrar la incapacidad práctica del partido bolchevique para dirigir a la clase obrera y revelar el retraso del partido de vanguardia. Todos los historiadores, incluso favorables a los bolcheviques, reconocen que en 1905 el partido bolchevique no ha comprendido nada de los soviets. La aparición de formas de organización nuevas suscita la desconfianza de los bolcheviques: Lenin afirma que los soviets no eran «ni un parlamento obrero ni un órgano de autogobierno proletario». Lo importante es ver que los obreros rusos no sabían que iban a constituir los soviets. Una minoría muy pequeña de entre ellos conocía la experiencia de la Comuna de París, y sin embargo crearon un embrión de Estado obrero, a pesar de que nadie les había «educado». La tesis kautskista-leninista niega de hecho todo poder de creación original a la clase obrera desde el momento en que no es guiada por el partido-fusión-del-movimiento-obrero-y-del-socialismo. Ahora bien, se ve que en 1905, para retomar la frase de las Tesis de Feuerbach, «que el educador necesita ser educado él mismo».
Sin embargo, Lenin realizó un trabajo revolucionario (entre otros, su posición sobre la guerra), al contrario que Kautsky. Pero en realidad Lenin no fue revolucionario más que contra su teoría de la conciencia de clase. Tomemos el caso de su acción entre febrero y octubre de 1917. Lenin había trabajado más de 15 años (desde 1900) para crear una organización de vanguardia que realizase la unión del «socialismo» y del «movimiento obrero», agrupando a los «jefes políticos», los «representantes de vanguardia capaces de organizar el movimiento y dirigirlo». Ahora bien, en 1917, como en 1905, esta dirección política, representada por el comité central del partido bolchevique, se muestra por debajo de las tareas del momento, con retraso con respecto a la actividad revolucionaria del proletariado. Todos los historiadores, comprendidos los historiadores estalinistas y trotskistas, muestran que Lenin tuvo que librar un combate largo y difícil contra la dirección de su propia organización para hacer triunfar sus tesis. Y no pudo triunfar más que apoyándose en los obreros del partido, en la verdadera vanguardia organizada en las fábricas en el interior o alrededor de los círculos socialdemócratas. Se dirá que todo esto habría sido imposible sin la actividad desarrollada durante años por los bolcheviques, tanto en el ámbito de las luchas cotidianas de los obreros como en el de la defensa y propaganda de las ideas revolucionarias. Efectivamente, la gran mayoría de los bolcheviques, y en primer lugar Lenin, han contribuido con su propaganda y su agitación incesantes al levantamiento de octubre de 1917. En tanto que militantes revolucionarios, han jugado un papel eficaz: pero en tanto que «dirección de la clase», «vanguardia consciente», han estado retrasados respecto al proletariado. La revolución rusa se ha desarrollado contra las ideas de ¿Qué hacer?. Y en la medida en que estas ideas han sido aplicadas (creación de un órgano que dirige a la clase obrera pero separado de ella), se han revelado como un freno y un obstáculo a la revolución. En 1905, Lenin está en retraso respecto a la historia porque se aferra a las tesis de ¿Qué hacer?. En 1917, Lenin participa en el movimiento real de las masas rusas, y al hacer esto rechaza –en la práctica- la concepción desarrollada en ¿Qué hacer?.
Si aplicamos a Kautsky y a Lenin el tratamiento inverso del que ellos hacen sufrir a Marx, si ligamos sus concepciones a la lucha de clases en lugar de separarlas de ella, el kautskismo-leninismo aparece como característica de todo un período de la historia del movimiento obrero dominado en primer lugar por la II Internacional. Después de haberse desarrollado y organizado mal que bien, el proletariado se encuentra desde el final del siglo XIX en una situación contradictoria. Posee diversas organizaciones cuyo fin es hacer la revolución y al mismo tiempo es incapaz de hacerla pues las condiciones no están todavía maduras. El kautskismo-leninismo es la expresión y la solución de esta contradicción. Al postular que el proletariado debe pasar por el rodeo del conocimiento científico para ser revolucionario, consagra y justifica la existencia de organizaciones que encuadran, dirigen y controlan al proletariado.
Como hemos señalado, el caso de Lenin es más complejo que el de Kautsky, en la medida en que Lenin fue, durante una parte de su vida, revolucionario contra el kautskismo-leninismo. Por lo demás, la situación de Rusia era totalmente diferente de la de Alemania, que poseía casi un régimen de democracia burguesa y en donde existía un movimiento obrero fuertemente desarrollado e integrado en el sistema. En Rusia, por el contrario, hacía falta construirlo todo, y no se trataba de participar en actividades parlamentarias burguesas y sindicales reformistas que no existían. En estas condiciones, Lenin podía adoptar una posición revolucionaria a pesar de sus ideas kautskistas. No obstante, hay que señalar que él consideró hasta la guerra mundial a la socialdemocracia alemana como un modelo.
En sus historias revisadas y corregidas del leninismo, los estalinistas y los trotskistas nos muestran a un Lenin lúcido que comprende bien y denuncia antes de 1914 la «traición» de la socialdemocracia y de la Internacional. Eso es pura leyenda y haría falta estudiar bien la verdadera historia de la II Internacional para mostrar que no sólo Lenin no lo denunciaba, sino que no había comprendido nada antes de la guerra sobre el fenómeno de degeneración socialdemócrata. Antes de 1914, Lenin elogia incluso al partido socialdemócrata alemán por haber sabido reunir el «movimiento obrero» y el «socialismo» (ver ¿Qué hacer?). Citemos solamente estas líneas extraídas del artículo necrológico «Augusto Bebel» (que contiene, por lado, varios errores de detalle y de fondo sobre la vida de este «dirigente», este «modelo de jefe obrero» y sobre la historia de la II Internacional).
«Las bases de la táctica parlamentaria de la socialdemocracia alemana (e internacional), que no cede un ápice a los enemigos, que no deja escapar la menor posibilidad de conseguir una mejora, por pequeña que sea, para los obreros, que se muestra al mismo tiempo intransigente en el plano de los principios y se orienta siempre hacia la realización del objetivo final, las bases de esta táctica fueron puestas a punto por Bebel.»
Lenin dirigía estas alabanzas a «la táctica parlamentaria de la socialdemocracia alemana (e internacional), «intransigente en el plano de los principios» (!) ¡en agosto de 1913! Cuando un año más tarde creyó que el número del Vorwärts (órgano del partido socialdemócrata alemán), anunciando el voto de los créditos de guerra por los diputados socialdemócratas, era una falsificación fabricada por el estado mayor alemán, solamente revelaba las ilusiones que había mantenido durante largo tiempo, de hecho desde 1900-1902, desde ¿Qué hacer?, sobre la Internacional en general y la socialdemocracia alemana en particular. (No abordamos aquí la actitud de otros revolucionarios frente a estas cuestiones, Rosa Luxemburgo, por ejemplo. Este problema merecería de hecho un estudio detallado).
Hemos visto cómo Lenin había abandonado en la práctica las tesis de ¿Qué hacer? en 1917. Pero la inmadurez de la lucha de clases a escala mundial, y en particular, la ausencia de revolución en Europa, conlleva la derrota de la revolución rusa. Los bolcheviques se encuentran en el poder con la tarea de «administrar Rusia» (Lenin), de realizar las tareas de la revolución burguesa que no ha podido llevarse a cabo, es decir, de hecho, asegurar el desarrollo de la economía rusa, no pudiendo ser este desarrollo más que capitalista. Meter en cintura a la clase obrera –y las oposiciones dentro del partido- se convierte en un objetivo esencial. Lenin, que no había rechazado ¿Qué hacer? explícitamente en 1917, recupera enseguida las concepciones «leninistas» que son las únicas permiten el encuadramiento «necesario» de los obreros. Los Centralistas-demócratas, la Oposición obrera y el Grupo obrero son aplastados por haber negado «el papel dirigente del partido». La teoría leninista del partido es igualmente impuesta a la Internacional. Después de la muerte de Lenin, Zinoviev, Stalin y tantos otros debían desarrollarla insistiendo cada vez más en la «disciplina de hierro», «la unidad del pensamiento y la unidad de acción»: mientras que el principio sobre el que reposaba la Internacional estalinizada era el mismo que el que cimentaba los partidos socialistas reformistas (el partido separado de los trabajadores que les aporta la conciencia de sí mismos), cualquiera que rechazase la teoría leninista-estalinista caía en «el marasmo oportunista, socialdemócrata, menchevique». Por su parte, los trotskistas se aferraban al pensamiento de Lenin y recitaban ¿Qué hacer?. La crisis de la humanidad no es otra que «la crisis de la dirección», decía Trotski: había que crear, por tanto, a cualquier precio una dirección. Supremo idealismo, la historia del mundo era explicada por la crisis de la conciencia.
En definitiva, el estalinismo no debía triunfar sino en los países en que el desarrollo del capitalismo no podía ser asegurado por la burguesía, sin que estuviesen reunidas las condiciones para que el movimiento obrero pudiese destruirlo. En Europa del Este, en China, en Cuba, se ha formado un grupo dirigente nuevo, compuesto de cuadros del movimiento obrero burocratizado, de antiguos especialistas o técnicos burgueses, a veces de cuadros del ejército o antiguos estudiantes incorporados al nuevo orden social como en China. En último análisis, un tal proceso no era posible más que en razón de la debilidad del movimiento obrero. En China, por ejemplo, la capa social motriz de la revolución fue el campesinado, incapaz de dirigirse a sí mismo, no podía sino ser dirigido por «el partido». Antes de la toma del poder, este grupo organizado en «el partido» dirige las masas y las «regiones liberadas» si las hay. Después, toma en sus manos el conjunto de la vida social del país. En todas partes las tesis de Lenin han sido un potente factor burocrático. Para Lenin, la función de dirección del movimiento obrero era una función específica asegurada por «jefes» organizados separadamente del movimiento y cuyo único papel es ése. En la medida en que preconizaba un cuerpo separado de revolucionarios profesionales que guían a las masas, el leninismo ha servido de «justificación ideológica» a la formación de direcciones separadas de los trabajadores. En este estadio, el leninismo, desviado de su contexto original, ya no es más que una técnica de encuadramiento de las masas y una «ideología» que justifica la burocracia y sostiene al capitalismo: su recuperación era una necesidad histórica para el desarrollo de estas nuevas formaciones sociales que representan a su vez una necesidad histórica para el desarrollo del capital. A medida que el capitalismo se extiende y domina el planeta entero, las condiciones de posibilidad de la revolución maduran. La ideología leninista comienza a estar fuera de uso, en todos los sentidos de la palabra.
Es imposible examinar el problema del partido sin ligarlo a las condiciones históricas en las cuales este debate nace: en todos los casos, aunque bajo formas diferentes, el desarrollo de la ideología leninista es debido a la imposibilidad de la revolución proletaria. Si la historia ha dado la razón al kautskismo-leninismo, si sus adversarios jamás han podido ni organizarse de un modo duradero ni siquiera presentar una crítica coherente de él, no es debido a la casualidad: el éxito del kautskismo-leninismo es un producto de nuestra época y los primeros ataques serios – prácticos- contra él marcan el fin de todo un período histórico. Para ello hacía falta que el modo de producción capitalista se desarrollase ampliamente a escala del mundo entero. La revolución húngara de 1956 ha doblado las campanas por todo un período de contrarrevolución, pero también de maduración revolucionaria. Nadie sabe cuándo será «definitivamente superado» este período, pero es seguro que la crítica de las tesis de Kautsky y de Lenin, productos de esta época, se hace desde entonces posible y necesaria. Por esta razón hemos tenido empeño en reeditar Las tres fuentes del marxismo, la obra histórica de Marx, para mejor dar a conocer y comprender lo que fue, lo que todavía es, la ideología dominante de todo un período. Lejos de querer disimular las ideas que condenamos y combatimos, queremos, por el contrario, difundirlas ampliamente a fin de mostrar simultáneamente su necesidad y su límite históricos.
Las condiciones que han permitido el desarrollo y el esplendor de organizaciones de tipo socialdemócrata o bolchevique están hoy superadas. En cuanto a la ideología leninista, además de su utilización por los burócratas en el poder, lejos de servir en las agrupaciones revolucionarias que se reclaman de la unión del socialismo y del movimiento obrero, no puede servir desde ahora más que para afirmar provisionalmente la unión de intelectuales mediocres y de trabajadores mediocremente revolucionarios.
Al leer este texto, uno se da cuenta de lo difícil que es exponer las diferentes etapas de su proceso de ruptura con una ideología y una práctica contrarrevolucionaria. La descripción de los motivos por los cuales se ha escindido, en el presente caso de una organización estalinista, obliga al autor a recolocarse en el modo, a menudo limitado y parcial, en que se formularon esas rupturas «en aquel momento». Como no se trataba, a fin de cuentas, más que de un «jalón» en el camino hacia una ruptura más profunda, el contenido político de esa ruptura quedaba a menudo cubierto de enormes escombros de la ideología hoy criticada. ¿Cómo hacer, entonces, para explicar, sin dejar de lado el punto de vista comunista que es el nuestro hoy, que al calor de una puesta en tela de juicio circunstancial del estalinismo pro ruso oficial y tras críticas formuladas en aquel entonces en la jerga marxista leninista, se encontraba ya actuando el viejo topo que ha conducido ulteriormente al abandono de toda ilusión socialdemócrata? ¿Cómo expresar, salvaguardando el punto de vista revolucionario, que una de las etapas que ha conducido a una minoría a «la afirmación de la necesaria organización afuera y en contra de los sindicatos» se caracterizaba primero por la crítica parcial de los sindicatos por la falta de radicalismo de los mismos? Es lo que este texto intenta hacer y si queda, aquí y allá, empañado por las dificultades que acabamos de evocar, no por ello queda disminuido en su calidad de testimonio notable, vivido desde dentro, de la manera en que la socialdemocracia asume su función de encuadramiento capitalista de los obreros buscando, como dice el autor, hacerlos «volver a la política como se vuelve a la religión».
Tan sólo una cuestión nos lleva a añadir algunas líneas: a pesar de todo su recorrido y de la riqueza de su crítica, no podemos ponernos del lado del compañero cuando afirma que «el comunismo no ha existido jamás en ninguna parte, pero es más que nunca nuestro futuro». El comunismo como sociedad, como proyecto social exitoso, en efecto no ha existido. La revolución no puede ser otra cosa que mundial y hacer creer que la Unión Soviética, edificada sobre la represión de las luchas revolucionarias de los años 1917-1923 en ese y otros países, haya podido ser «comunista» ha sido la mistificación más monstruosa llevada a cabo por la contrarrevolución para conseguir que los proletarios continúen sacrificándose en el trabajo, en la guerra... para el máximo beneficio del capital. Sobre esta cuestión, ninguna duda, estamos de acuerdo.
Pero el comunismo históricamente ha existido como modo fundamental de existencia del género humano, como comunidad humana y, a pesar de que estaba sujeto a los límites de la época, existía como comunismo primitivo en las sociedades humanas en donde la vida se movía en función de la satisfacción de las necesidades humanas, de las necesidades de reproducción de la especie, siendo la comunidad el individuo, el indivisible. Con el desarrollo del intercambio y el advenimiento de las sociedades de clases, la humanidad ha seguido manifestándose en sus luchas para reencontrar la comunidad perdida, para reconquistar el comunismo como forma de vida. La necesidad del comunismo es esta necesidad fundamental de la especie humana que se ha expresado desde la disolución de las comunidades primitivas hasta hoy a través de todas las luchas contra la separación del ser humano de sus medios de vida, contra la apropiación privada y el desarrollo de la mercancía... que iban transformado al hombre mismo en un objeto de acumulación. Sólo han cambiado las condiciones de esta lucha.
Actualmente, esta lucha histórica de la humanidad por reencontrar su comunidad se encuentra en todas las luchas proletarias que se desarrollan por el mundo, que aunque parezcan parciales y confusas, expresan el antagonismo fundamental-esencial entre necesidades humanas y capitalismo. El comunismo se manifiesta como movimiento de negación del orden social existente. Hoy es por medio de las luchas, como en Argelia, Argentina, Irak, Bolivia y en tantos otros lugares, cuando los proletarios queman las urnas, saquean los almacenes y supermercados, toman por asalto las comisarías, los bancos, los palacios de justicia..., negando violentamente la propiedad privada, el reino de la mercancía, de la democracia..., que la resistencia histórica de la humanidad, contra todo cuanto la destruye, sigue manifestándose. El comunismo existe hoy como prefiguración en las rupturas revolucionaras efectuadas por esas luchas en los cuatro rincones del globo, en las hechas por los militantes que intentan organizarse afuera y en contra todas las estructuras del estado y que buscan reapropiarse prácticamente del programa comunista. Es en este marco del comunismo, en tanto que ruptura y afirmación programática, que publicamos este texto.
El comunismo no es un proyecto social para el más allá, no es una creencia, no es un futuro por el cual nosotros sacrificaremos nuestras vidas presentes. Nosotros no luchamos por el comunismo como otros sueñan con un mundo mejor. El comunismo está presente como prefiguración, en los vínculos de solidaridad que tejemos a través de la lucha de cada momento contra este mundo del dinero, de la competencia, de la guerra de cada quien contra todos, a través de la lucha de cada momento contra todo lo que nos separa de nuestros hermanos de clase: el trabajo, las religiones, las fronteras... Está presente en cada momento de afirmación y de reunificación de las fuerzas de nuestra clase, pero sólo se realizará plenamente cuando sea impuesto por la dictadura del proletariado. Es importante subrayar, en efecto, que el comunismo no puede nunca estar presente, como afirmación positiva, en el seno de este sistema. El comunismo se afirma necesariamente de modo antagónico, como negación de todo el orden social existente y no podrá afirmarse positivamente como proyecto social finalizado más que cuando este mundo del dinero, la mercancía, el trabajo, el capital, destructor de la humanidad y de todo el planeta, sea destruido de arriba abajo por la revolución, que implica insurrección proletaria generalizada y dictadura de las necesidades humanas contra toda manifestación-supervivencia del valor. No es más que en ese sentido, porque luchamos por cambiar completamente la relación de fuerzas e imponer la dictadura del proletariado, que podemos afirmar que lo que hacemos desde el presente es prefiguración del comunismo, es movimiento comunista y que no hay diferencia entre este movimiento y su plasmación como sociedad. El comunismo sólo puede existir como futuro porque es realidad presente en nuestras luchas.
A la consideración
de aquellos y aquellas de mi generación que se reclamaron comunistas
y que, a despecho de sus avatares estalinistas, trotskistas, marxistas
leninistas, maoístas, libertarios... siguen ahora reclamándose
comunistas.
A la consideración, también, de todos aquéllos y aquéllas que actualmente pretenden sinceramente serlo militando en las organizaciones izquierdistas que todavía subsisten. Incluso si esos son deseos piadosos, pues son pocos los creyentes que ponen su fe en cuestión. A la atención también y sobre todo de los jóvenes compañeros internacionalistas, dispersos por el mundo, que se esfuerzan en centralizar las luchas proletarias, en reconstruir la memoria obrera y en desarrollar el programa comunista a fin de que puedan sacar de mi modesto compromiso pasado las enseñanzas útiles en la profundización de las rupturas de clase. |
«Recuperar el pasado para conocerlo, darle sentido y así impedirle intervenir en el presente, salvo para dar a conocer que determinados acontecimientos, no sólo han ocurrido sino que han sido constitutivos de vuestra identidad en el mundo.»
Enríquez M., Las envolturas psíquicas, 1987
El hecho de que la revolución proletaria de 1917 en Rusia no haya podido extenderse mundialmente (fracaso de las insurrecciones revolucionarias en Alemania, en Hungría y otros países) de una parte, y, de otra, la falta por parte de los bolcheviques de ruptura con la socialdemocracia, por lo tanto con la burguesía (ocupación del estado y fortalecimiento del mismo en lugar de su total destrucción), condujeron a un encerramiento sobre sí mismo y a prácticas contrarrevolucionarias: construcción del socialismo en un solo país, paz de Brest-Litovsk, mantenimiento del trabajo asalariado, dictadura contra el proletariado, aplastamiento de los socialistas revolucionarios de izquierda, de los makhnovistas, de los insurrectos de Kronstadt y de toda oposición comunista, obsesión con los complots, concepción policíaca de la revolución.
Cercado, el poder de turno no pudo más que reforzar lo que la revolución había previsto abolir. Entonces no le quedó otra cosa que atribuir los fracasos en la edificación del nuevo estado a los enemigos internos, a quienes había que aniquilar. Esta tiranía que se sistematizó con el estalinismo y su culto a la personalidad, toma el relevo del sacrificio expiatorio propio de las religiones, sean estas divinas o terrenales, herencia de las sociedades agrarias oscurantistas y despóticas.
A despecho de la propaganda que enmascara la realidad y contribuye a mantener a generaciones de proletarios en sus ilusiones y en una fidelidad incondicional a la «patria del socialismo», la sociedad soviética seguía siendo una sociedad capitalista competidora de Occidente, constreñida al proteccionismo (mantenimiento de la ley del valor, propiedad de los medios de producción centralizada a nivel del estado con sus usufructuarios privilegiados, gestión burocrática de la producción...). La fórmula «capitalismo de estado» no me parece adecuada. Efectivamente el capital tiene necesidad del estado para asegurar su permanencia y su cohesión, es decir, de todo su aparato administrativo, represivo, sociopolítico y cultural. Pero el estado no puede ser otra cosa que capitalista ya que la sociedad comunista es precisamente la abolición de aquél. Mientras tanto conviene traer a colación los matices necesarios para caracterizar las diferencias organizativas del capital a uno lado y otro del ex «telón de acero». (1)
De estado mayor de la revolución mundial fracasada, la Unión Soviética se convertía en el centro imperialista al servicio de cuyas ambiciones la Internacional Comunista [o Tercera Internacional] y sus secciones se transformaban en agentes serviles de ejecución, encargados de justificar todos los virajes «oportunistas de derecha o de izquierda» de un supuesto movimiento comunista internacional, de sus alianzas sin principios, de su presunto radicalismo clasista (frentes populares, España 1936-1939, pacto germano-soviético, participación antifascista en la carnicería de 1939-1945...).
Esa degeneración, ya en embrión al comienzo, principalmente vía aplicación de las 21 condiciones de la Tercera Internacional, gangrenó a todos esos partidos que se reivindicaban oficialmente del comunismo, terminando por transformarlos en sectas socialdemócratas radicales al servicio de una supuesta patria del socialismo. ¡Cuándo lo propio del proletariado, y por lo tanto de los comunistas, es no tener ninguna patria! El viraje antifascista les proporcionó la ocasión de salir de su aislamiento poniéndose también al servicio de la economía de sus respectivos países. Los PC (2) abrieron de este modo sus puertas de par en par a los demócratas burgueses y fue por antifascimo, y no por convicción comunista, que aquéllos ingresaron en las secciones nacionales de la Tercera Internacional.
Tras la teoría y la práctica contrarrevolucionaria del socialismo en un solo país, la teoría y la práctica del antifascismo completaba la liquidación de toda praxis comunista. Promoviendo con el frentismo la alianza del proletariado con unas fracciones del capital contra otras (antifascismo contra fascismo), los PC le hicieron perder no solamente su autonomía de clase sino que contribuyeron, en beneficio del capital, a su liquidación física masiva arrastrándole a participar en la carnicería imperialista de 1939-1945. Bajo la apariencia de una lucha «del bien contra el mal», fascismo y antifascismo son en realidad para el proletariado las dos mordazas de la misma trampa en la cual la izquierda del capital todavía hoy intenta hacerle caer.
Al comienzo de los años sesenta, que serán calificados por la burguesía como los golden sixties (los «sesenta de oro», o la «década de oro»), porque en los mismos se produce el momento álgido de la fase de valorización (tras la desvalorización de los años 1939-1945), la socialdemocracia de derecha e izquierda había perdido todo barniz de radicalismo.
Las luchas que tendrán lugar en el curso de esa década, después de lo que los medios militantes llamaban la «gran huelga de 1960-1961» en Bélgica (especialmente la de la cuenca minera de Flandes), y los enfrentamientos que, en África y en Asia, echaron abajo el poder colonial (incluso si dichos movimientos son recuperados, controlados por la burguesía a través de la conquista de la independencia nacional) harán necesario el refuerzo del encuadramiento de todo intento de ruptura clasista. Es cierto que la lucha del proletariado contra la miseria, la explotación y la opresión puede verse confiscada por y en provecho de fracciones burguesas si para ello los proletarios se alistan en una lucha de liberación nacional, abandonan aquellos objetivos y se convierten en soldados contra el proletariado y contra sus intereses de clase. Es sabido a donde llevaron las sirenas del nacionalsocialismo a los obreros de Alemania.
De ese modo nacerán, en el contexto belga, a la izquierda del Partido Socialista, los efímeros UGS (Unión de Izquierda Socialista), el PWT (Partido Walón de los Trabajadores) y a la izquierda del PCB (partido estalinista oficial), la escisión grippista.
El hecho de colocar en el pináculo la imagen del Che y la «heroización» de su muerte, así como las masivas y violentas manifestaciones de apoyo a las luchas de liberación nacional de Vietnam en las que, todas las organizaciones de izquierdistas enmarañadas gritaban «Ho-Ho-Hochi-Minh-Che-Che-Guevara», servirán de derivativo a una contestación, galopante aunque canalizada, del sistema.
La denuncia en los años sesenta del revisionismo (3), efectuada por los opositores marxistas leninistas en el seno del seudo movimiento comunista internacional, en plena disgregación, responde, en ese marco específico, a los mismos objetivos.
Indudablemente se trataba, para una tendencia más radical en el seno de los PC, de romper con una línea nacional reformista, que realizaba la colaboración de clase, de forma demasiado abierta. En realidad, esto correspondía a divergencias a nivel internacional. La mayor parte del campo llamado socialista (la Unión Soviética y sus retoños, las democracias populares) ponía el acento más en una colaboración con el otro campo imperialista (Estados Unidos y sus aliados) que en su rivalidad. China y sus aliados (Albania y, al principio, Corea y Vietnam del Norte, así como Cuba) cuyos regímenes «nuevos» eran el resultado no clasista de una lucha de liberación nacional, tenían por el contrario necesidad de afirmar su independencia nacional, de denunciar la agresividad del otro bloque, y, por consiguiente, dentro de su propio campo, de cuestionar la supremacía soviética.
Se trataba de rivalidades inter imperialistas en las que el proletariado era quien pagaba los platos rotos y cuya causa era el desarrollo de las luchas.
El estalinismo como tal esta hoy en día, sin lugar a dudas, derrotado. Sin embargo, fragmentos enteros de su ideología y de su modo de organización (alianzas de clase, nacionalismo, antifascismo, centralismo democrático, sindicalismo...) han dejado su impronta en la extrema izquierda, reclámese ésta o no del estalinismo.
Erigiéndose en defensora de la democracia contra el fascismo, es decir de la izquierda del capital contra su derecha, la extrema izquierda (neoestalinista, trotskista, maoísta, castrista...) sostiene, en realidad, bajo sus apariencias más liberales, la dictadura del capital (defensa de los «derechos del hombre», de las «libertades democráticas», del parlamentarismo) que pretende querer abolir y neutraliza así al proletariado imponiéndole alianzas con determinados sectores de la burguesía (luchas de liberación nacional, frentismo...).
Es interesante señalar que ciertos maoístas leninistas actuales, como los neoestalinistas del Partido del Trabajo de Bélgica (PTB), por ejemplo (cuyos fundadores formados en el regazo jesuítico del catolicismo y/o provenientes de la burguesía acomodada, se sintieron naturalmente atraídos por la mística maoísta), los cuales, antes de la caída del muro de Berlín, denunciaban el revisionismo, la restauración del capitalismo en los presuntos partidos socialistas (incluida Cuba, pero ni Albania, ni Rumania, ni Corea, ni China) como colonias del «social imperialismo soviético» y de su régimen «social fascista» (¡desde Kruschev!), se presentan hoy como nostálgicos defensores de sus logros «socialistas» y de sus dirigentes «comunistas», que habían denunciado como monigotes de Moscú.
Pero lo que se mantiene, sean cuales sean las divergencias entre revisionistas, marxistas leninistas o/y maoístas, es que ninguna de esas fracciones ha erigido en principio el antiparlamentarismo, el antisindicalismo, el antifrentismo, incluso en el caso de algunas que denunciaban primariamente el cretinismo parlamentario, la traición de los sindicatos, y hasta ciertos aspectos del estalinismo, y que sólo aceptaban las alianzas que pretendían dirigir.
La dictadura de la burguesía es fundamentalmente la dictadura del valor. Esta dictadura se manifiesta de manera más o menos represiva en función de las necesidades de valorización del capital y de la resistencia que le opone el proletariado. La democracia es la dictadura del capital, se presente bajo un régimen liberal, socialdemócrata o antidemocrático, es decir fascista, o socialista o popular. Para perpetuar su relación social necesita la libertad de emprender y de explotar, de la igualdad contractual y de la competencia entre compradores y vendedores de la fuerza de trabajo, así como de humanismo que es la fraternidad mercantil característica de nuestra sociedad basada en el parné (dinero).
Es por eso que históricamente la democracia alcanza su pleno desarrollo junto con el de la burguesía, esto es con la culminación de la ruptura con el Antiguo Régimen, liberando al individuo de sus viejas dependencias y trabas a cambio del trabajo asalariado, a saber, la libertad individual de vender su fuerza de trabajo o reventar.
La actual función de la democracia es garantizar el poder de los gestores del capital más aptos para asegurar el perenne desarrollo del valor, sean éstos de derecha, de izquierda o de su extrema izquierda.
Este texto no tiene ninguna pretensión histórica. Es el resultado de una reflexión actual acerca de mi experiencia militante, a partir de mi práctica y de la relectura de mis notas personales y de documentos de diferentes grupos que obraban en mi poder.
Rupturas y lucha de claseMás allá de los antagonismos inter imperialistas y de las luchas de tendencias que esos provocan en el seno de las organizaciones estalinistas, es importante subrayar que las rupturas dentro de esos partidos están igualmente determinadas, en esta época, por la lucha de clases que se desarrollaba y se intensificaba un poco por todas partes del mundo. Efectivamente, a fines de los años sesenta, las corrientes que rompían con la línea de Moscú, reencontraron fuera de los PC intentos proletarios reales de enfrentarse al estado. Dichas corrientes se hinchan con esas fuerzas, se acrecentan con esos movimientos que critican, en la práctica, la colaboración de clase, hasta provocar escisiones importantes en el seno de los partidos estalinistas, escisiones que, aunque determinadas parcialmente por la creciente agitación social, desgraciadamente no renunciaron, en el plano programático, al marxismo leninismo. Desde entonces, más que alinearse con las fuerzas revolucionarias que afloran espontáneamente en las luchas sociales a finales de los años sesenta, esos núcleos tienen por función recuperar los objetivos y el programa de esas luchas, e imponer su propia dirección frente a aquella –sin duda demasiado débil y confusa– que intentan forjar los movimientos dispersos del proletariado. |
Las siguientes líneas simplemente intentarán, modestamente, a través de un recorrido individual, comprender no solamente las razones de mi compromiso en las filas estalinistas, haciendo el correspondiente balance, sino sobre todo mostrar que, a despecho de nuestros límites y debilidades individuales, sabiamente cultivadas por el capital, su arsenal ideológico y material de recuperación, la renuncia no es una fatalidad. Para salir de la barbarie, nos vemos forzados a abolir radicalmente y sin rodeos el orden de cosas existente, incluso si con la ayuda de la edad se renuncia al activismo y a formar parte de una organización.
El comunismo no ha existido jamás en ninguna parte pero es más que nunca nuestro futuro.
Mi compromiso es producto, por tanto, de una emoción en apariencia literaria. Pero en realidad esta emoción traducía, sin duda de manera confusa, una honda aspiración de un mundo nuevo que yo creía estar idealmente encarnado por la Unión Soviética de Stalin. Este acercamiento halló confirmación al entrar en contacto con estudiantes simpatizantes de mi partido, que se proclama comunista y prosoviético, pero más particularmente por el trato con el hijo de un partisano afiliado a ese partido, partisano que había sido ejecutado por los nazis. ¿Cómo en ese nivel de conocimiento no identificar estalinismo y comunismo, así como a las organizadores estalinistas como representantes formales del partido histórico del proletariado en el sentido en que lo entendía Marx?
Este proceso no responde, por lo tanto, a mi interrogante inicial: ¿Cuáles son los factores que conducen a un individuo, más allá de la influencia de su entorno, a tomar partido?
Haber sido zarandeado afectivamente y materialmente afectado, a los quince años, por la muerte de mi padre ¿puede haber sido, éste aunque sea parcialmente, el motivo profundo? Guardémonos de cualquier explicación exclusivamente de tipo psicoanalítico ajeno a una interpretación de clase. Por muy desarrollado que pueda ser el medio familiar, no es más que una de las formas institucionalizadas basadas en la propiedad privada, que, por consiguiente, no puede ser impermeable a las agresiones, al mal vivir de una sociedad de explotación, de alineación. Sin negar la dificultad de separar lo que hay de condicionado, de reflejo (¿hasta de innato?) en nuestras conductas y lo que es resultado de una toma de posición tras una elección, una experiencia... ¿en que medida nuestra naturaleza humana, tan condicionada como puede estar por los valores mercantiles del capital, no nos determina, de una manera u otra, más o menos conscientemente o no, a llevar a término nuestra humanidad, a tener que recorrer el arco histórico que va desde el comunismo primitivo al comunismo del porvenir, no en tanto que hecho que ya ha tenido lugar sino en cuanto potencialidad?
Para poner punto y final a este aspecto de las cosas, diría, parafraseando a Hegel, que mi compromiso representaba la victoria de la pulsión de la «naturaleza humana contra lo que constituía la negación rotunda, absoluta, total de esa naturaleza»: mi situación en la vida.
A falta de respuesta satisfactoria al ¿por qué?, me limitaré a describir el desarrollo de mi compromiso que, intuitivo al comienzo, pero justificado «racionalmente» a continuación, condiciona mi existencia, a despecho de las dudas e ilusiones, y a colocar en su lugar las sucesivas rupturas.
Ese 1º de mayo, caminando junto a aquéllos y aquéllas que desfilaban bajo la bandera que yo creía que era la de la revolución social, esta presencia me comunica esa impresión de fuerza que un individuo puede experimentar cuando se identifica con un colectivo, con la pertenencia a una clase, sin tener necesariamente conciencia de su pertenencia. Como cosa anecdótica, cuando estaba viendo pasar la manifestación, antes de reunirme a ella, un chalán me advirtió hablándome al oído: «¡Desconfíe usted! ¡Son comunistas!». A lo cual, despreciando, yo repliqué: «¡¿Cómo puede uno temer a los suyos?!». Yo todavía ignoraba que bajo la palabra «comunista» se escondía la realidad teórica y práctica de una fracción de la socialdemocracia, que había perdido del todo su radicalidad de antaño.
A pesar de reconocer «errores» debidos a la inexperiencia y a la hostilidad de las democracias burguesas (lo que es un pleonasmo), leninismo y estalinismo eran presentados como la aplicación concreta de la revolución socialista a la situación particular de Rusia pero teniendo que servir en cualquier caso de referencia y guía para los demás países, reuniendo el fin a alcanzar (el comunismo) con los medios realistas (independencia nacional, frentismo, parlamentarismo, nacionalizaciones...). En nombre de su poderosa eficacia, la vía estalinista descartaba cualquier otra tendencia (trotskista o socialista de izquierda) que pretendiera representar al proletariado en su lucha primero por el socialismo y seguidamente por el comunismo.
Rápidamente tomé conciencia de mi ignorancia teórica (difícil de superar paralelamente a unos estudios universitarios para los que yo estaba mal preparado), de mi dificultad en tomar la palabra en una reunión, en comparación con una serie de militantes dotados intelectualmente o familiarizados con el clima político desde siempre. Esto me conducía al seguidismo de uno u otro militante en función del brío en las tomas de posición; siendo incapaz de ver claro con mi propia cabeza.
En esas condiciones me di cuenta que, junto a algunos nuevos adherentes, yo estaba siendo manipulado por trotskistas infiltrados en nuestras filas. Asistí a su «juicio» y a su exclusión y fui testigo del encarnizamiento a condenar pegando etiquetas infamantes sin interesarse realmente por el sólido fundamento o no de las posturas encontradas. Fue en esa ocasión que el partido, para «formarnos», nos envío a un veterano, Coenen. Este viejo militante provenía de las filas de la organización comunista de War Van Overstraeten, la cual luego de algunas resistencias se había fusionado con el grupo reformista de Jacquemotte, venido de la izquierda del Partido Obrero Belga. F. Coenen, al principio opositor, se alinea con el estalinismo luego de una estancia en Moscú. (4)
Durante este periodo, mi militancia era más del tipo folklórico estudiantil y diletante, a pesar de mi participación en las manifestaciones de apoyo a las luchas de liberación nacional de los pueblos argelino y congoleño. Solidaridad anticolonialista que nos parecía que caía por su propio peso, que era el abc para cualquiera que se reclamase del socialismo y el comunismo. Lo mismo pasaba con las otras tomas de postura del PCB, que voy a intentar sintetizar a través de mi experiencia estudiantil.
Si al salir de la carnicería intercapitalista de 1939-1945, el PCB todavía evocaba, en su entusiasmo tricolor y colonial «nuestro Congo», las luchas antiimperialistas, en todo su esplendor, recibieron a fin de cuentas su apoyo en nombre del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. Es de esta manera que las declaraciones del partido belga a favor de un Congo independiente fueron consideradas como parte integrante de la lucha general del proletariado contra el imperialismo. ¡Debiendo ser el proletariado belga solidario del pueblo congoleño tanto si este último escogía el socialismo como si no! ¡Bonito ejemplo de frentismo interclasista!
Esta postura es la puesta en práctica de la teoría oportunista leninista acerca de la cuestión nacional y colonial, así como de aquella desarrollada en El imperialismo, estado superior del capitalismo. Siendo la consecuencia la disolución de la autonomía del proletariado, de su programa y de su organización, en base a la reivindicación de reformas parciales, minimalistas en frente común con fracciones de la burguesía.
Como otras formaciones, una vez expulsadas las posturas revolucionarias iniciales, el PCB permaneció mayoritariamente fiel a Moscú, a despecho de la involución del centro de la revolución mundial, que desde el fracaso de su expansión se va transformando en estado mayor de la contrarrevolución. Ese partido acepta obsecuentemente todos los virajes políticos de la Unión Soviética, sin abandonar totalmente un sentimiento nacionalista que encuentra su modo de realizarse en la resistencia antifascista.
Negando el carácter imperialista de la guerra 1939-1945, el partido «comunista» belga llegó a ser parte beligerante de un campo imperialista contra otro, lo que fue un aporte decisivo para conservar y reforzar el dominio del capital sobre el proletariado. Animando a este último a luchar por la liberación nacional y por la democracia contra el fascismo, desviaba al proletariado de su objetivo revolucionario por una mistificación que todavía en nuestros días es taquillera: ¡el antifascismo!
Precisamente porque su fundación no fue el resultado de una ruptura total con todo radicalismo reformista (fusión de un grupo comunista con un grupo socialdemócrata de izquierda) desarrollará, a instancia de los partidos «hermanos», en un contexto de reflujo de la revolución, posiciones en oposición al derrotismo revolucionario y al internacionalismo. Divididos entre dos patriotismo (su servilismo a la supuesta patria socialista soviética y su querencia nacional) todos estos PC pasaán sucesivamente del antifascismo (España en 1936, Munich en 1938) al derrotismo no revolucionario, al pacifismo y a una neutralidad frente a la Alemania hitleriana (pacto germano soviético de 1939-1940) para convertirse, después del 21 de junio de 1941, en punta de lanza de la defensa de sus dos patrias contra el ocupante.
Es por lo tanto ese mismo nacionalismo, invocado para liberar a la patria del ocupante extranjero, el que condujo al PCF, por ejemplo, a no solidarizarse oficialmente con los independentistas argelinos o indochinos que hacían el mismo tipo de guerra, con la misma ideología estalinista para los guerrilleros de Ho Chi Minh, y a consentir que ex resistentes y militantes de su propio partido volvieran a vestir el uniforme para ir a combatirlos. He aquí un magnifico ejemplo de sacrificio de proletarios en provecho del capital y su valorización.
En ese contexto, en el que en aquel tiempo el análisis clasista se me escapaba totalmente, era de pura lógica que convenía oponerse al militarismo alemán, al ascenso del fascismo, a los experimentos atómicos... para la defensa de la paz, sin concebir que la paz y la guerra son las dos facetas de la explotación del proletariado por el capital.
Nuestro análisis, supuestamente marxista, era que el mundo se dividía en dos bloques antagonistas: el campo socialista y el campo imperialista con similares fuerzas militares. Esta similitud los obligaba a negociar y a pasar de la guerra fría a una pacífica competencia que debía asegurar la victoria del sistema económico más capaz de garantizar la paz, la libertad y la prosperidad al mundo. Para nosotros no había lugar a dudas que ese desafío sólo podía ser afrontado por el «comunismo», pues gracias a los éxitos conseguidos por la Unión Soviética, ayer con Stalin en la industrialización del país y la victoria sobre el fascismo, hoy (es decir, a comienzo de los años sesenta) con Nikita Kruschev, considerado como quien guiaba ¡la Unión Soviética socialista hacia la fase superior, el comunismo! ¡Pueblos de todos los países, regocijaos, los camaradas soviéticos trazan el camino de vuestra felicidad!
A este propósito, y antes de ahondar en las implicaciones de esa coexistencia pacífica entre sistemas socioeconómicos supuestamente opuestos, diré algunas palabras sobre el veinteavo congreso del PCUS que, más allá de la «desestalinización» y su pretendido paso al comunismo, llevaba la apología del trabajo a su máxima expresión: «El trabajo y la disciplina no serán ya más un fastidio para transformarse en verdadera actividad creadora, en una fuente de alegría».
Los comentarios e interpretaciones hechos a esa frase en la publicación de los «Estudiantes Comunistas» de esa época, lejos de considerar que el comunismo no libera al trabajo de su aspecto alienante, ni lo hace atractivo, ni tampoco lo convierte en un placer, sino que lo suprime. En efecto, en el comunismo el desarrollo de las fuerzas productivas y la abundancia resultante permiten la supresión del trabajo a fin de dejar todo el espacio a la creatividad individual y colectiva. En vez de esta postura, esos «estudiantes comunistas» hacían del trabajo bajo el comunismo (sic), la primera necesidad del ser humano, el valor genuino del comunismo, pasando a ser «el mejor obstáculo en una sociedad de abundancia para que la misma no degenere en sociedad de anarquía y pereza» (sic).
Esta línea política, al servicio de la Unión Soviética, implicaba de facto renunciar abiertamente a toda lucha de «clase contra clase» (5). Esta renuncia, que no tiene nada de táctica ni de estratégica, es el origen de la escisión del llamado «movimiento comunista internacional», tema sobre el cual volveré ulteriormente.
Será necesaria la denominada «gran huelga» de 1960-1961 para recordar esta verdad fundamental: que la lucha de clases no conoce respiro alguno y que no tiene en cuenta los deseos y pretensiones de los partidarios de la extrema izquierda del capital. Esos mismos hechos se encargaban de demostrar igualmente que la paz social nunca deja de ser otra cosa que la guerra del capital contra el proletariado.
En este caso, la denominación «extrema izquierda» no es realmente aplicable al PCB, cuyo buró político a lo largo de aquella huelga preconizaba, como respuesta a la ofensiva del capital, el realizar gestiones y conversaciones con dirigentes de la mayoría y que calificaba de «ulra izquierdistas» las propuestas de marchar hacia Bruselas y de abandonar los instrumentos de trabajo, atprobadas, no obstante, por centenas de miles de trabajadores. Llegó incluso a no solidarizarse de los huelguistas cuya bronca se había concretado en el ataque de la nueva estación ferroviaria de Guillemins, en Lieja, causando serios estragos.
Tal como lo escribía muy seriamente uno de los dirigentes del PCB en el otoño de 1959, la solución a los problemas planteados por la cuestión colonial, la paz y la situación material de la clase obrera exigían «la transformación profunda de la política gubernamental».
En el plano social, el partido se preocupa en esa época de la situación en el Borinage, de la crisis del carbón y de los cierres de empresas. Una serie de huelgas parciales habían precedido a la general de 1960-1961.
A propósito recojamos algunas frases esclarecedoras que «el partido» entrega a sus partidarios con motivo de la fiesta de su periódico «Drapeau rouge» (bandera roja) en 1959 y que podrían ser las de cualquier socialdemócrata o liberal de hoy: «La elevación general del nivel de vida, la protección contra los despidos y cierres de empresas, la seguridad de existencia, la salvaguarda de las riquezas económicas del país (sic) y la adaptación del aparato productivo del país a las nuevas necesidades (sic) son los imperativos que se desprenden de las múltiples acciones obreras que se desarrollan desde hace varios meses».
En la misma línea puede leerse en el periódico «En Avant» (Adelante), organización estudiantil del partido, a propósito de las enseñanzas políticas de la huelga de 1960-1961: «En los límites de las posibilidades ofrecidas por la democracia burguesa, la acción de masas necesita orientarse hacia soluciones nuevas y audaces (sic) para resolver los problemas económicos y sociales de Bélgica; la estructura económica belga tiene que ser transformada. Al día siguiente de esta gran huelga, para dar un paso decisivo en el camino hacia el socialismo y socavar las posiciones claves del capital financiero, el movimiento obrero puede exigir el derecho a participar activamente en la gestión de la economía».
Después de establecer «claramente (que) lo que se pone en cuestión (esto) no es el fundamento del estado belga sino el problema de apropiarse de su armazón (sic)» (memorando sobre el «Movimiento popular walón», de 1961, Jean Terfve), el PCB se declara partidario del federalismo como «el medio de asegurar a Bélgica una existencia más estable, más equilibrada, en cuyo seno los monopolios no tendrán ya más la posibilidad de utilizar en provecho propio las oposiciones de carácter nacional que fomenta la actual forma unitaria del Estado belga» (Proyecto de tesis 44, XIV Congreso, 1963).
No se puede de manera más límpida confirmar abiertamente su renuncia a lo que fundamenta el comunismo, la abolición del estado, ni dar mayores muestras de ingenuidad (o de mala fe) en lo que atañe a las posibles metamorfosis del capital.
Cuando, por boca de su secretario nacional (1961), el PCB se considera la izquierda «en el movimiento obrero de masas constituido por las organizaciones de la acción común socialista» (FGTB-mutualidades-cooperativas), susceptible de oponerse a «la ideología capituladora de la socialdemocracia que ha sumergido al movimiento obrero», revela no sólo su grado de integración en el sistema sino sobre todo su papel de sepulturero de la revolución, ya que pone el atractivo del comunismo como única alternativa al capitalismo para desarmar mejor el combate proletario.
De 1962 a 1965, problemas personales me llevaron a distanciarme de la militancia y fue como espectador que seguí las peripecias de la escisión de la internacional estalinista y sus implicaciones en Bélgica, limitándome a tener conocimiento de las tesis enfrentadas para finalmente hacer mías las de los albaneses y las de los chinos, decidiéndome entonces por alistarme en la aventura grippistacon los ojos puestos, durante cierto tiempo, en Tirana y Pekín.
Lo que me condujo a hacer esa elección fue, de una parte, posturas teóricas que me parecía reanudaban con los principios de la revolución de octubre (marxismo leninismo contra revisionismo), y, de otra parte, el radicalismo organizativo y programático de los opositores en relación al romo y blando reformismo de los kruschevistas.
Los años siguientes me convencerán de que detrás del radicalismo, de los llamamientos a la lucha de clases contra toda coexistencia pacífica, no había más que un intento vano de volver a pintar de rojo la fachada, pero hacía falta todavía superar otras escisiones más izquierdistas resultantes de la «gran revolución cultural proletaria china» y de mayo 1968: tras el grippismo apareció el maoísmo. Pero antes de llegar ahí, intentaré mostrar que la escisión grippista y su PCB bis, con el revisionismo kruschevista a la salsa belga, no fue sino formalmente organizacional volviendo en la práctica al estalinismo puro y duro.
La minoría, aun compartiendo el análisis de la relación de fuerzas en provecho del campo «socialista», denunciaba como traición al marxismo leninismo, las estrategias y tácticas que los oficialistas deducían. Atribuía la causa al cambio de jefe a partir de 1953 (muerte de Stalin) y la denuncia, en el veinteavo congreso, efectuada por Kruschev y los suyos. Alineándose con las posiciones del PC Chino y del Partido del Trabajo de Albania, los disidentes consideraban que el campo imperialista no era más que un «tigre de papel», un «coloso de pies de barro», fuerte en apariencia pero en realidad débil, al revés que el proletariado y las fuerzas revolucionarias. Para estos incondicionales del marxismo leninismo no podía pues ser problema coexistir pacíficamente con el enemigo de clase en detrimento del «internacionalismo proletario», del cual ellos pretendían ser seguidores, enemigo de clase que era necesario despreciar desde el punto de vista estratégico, pero que había que tener muy en cuenta desde el punto de vista táctico. Si bien rechazaban formalmente contemporizar con el imperialismo y renunciar a la dictadura del proletariado (en realidad contra el proletariado), allí donde no se encontraba en el poder, en tanto que competidores electorales de los mayoritarios, no hacían más que radicalizar el combate colocándose en el mismo terreno: defensa de la democracia, parlamentarismo, antifascismo, avance por etapas y frentismo.
Mientras tanto fijémonos en lo que escribia en 1964, Jacques Grippa, secretario del CC del PCB «pro-chino» en «Theories et pratiques des révisionnistes modernes» (teorías y prácticas de los revisionistas modernos, E. Pekín, 1965) denunciando su legalismo sin estar él mismo en condiciones de ir más allá en la clarificación de la esencia de la democracia como dictadura del capital: «El capital emplea y empleará una doble técnica: de una parte la “democrática”, “auténtica”, “verdadera”, de otra parte la represión, el terror contrarrevolucionario empujados eventualmente a su forma más sangrienta, el fascismo».
Grippa se alinea, en efecto, con la postura de Lenin acerca de la democracia: «De la misma manera que es imposible concebir un socialismo victorioso que no realice la democracia integral, del mismo modo el proletariado no puede prepararse para vencer a la burguesía si no emprende una lucha general, sistemática y revolucionaria por la democracia... La dominación del capital financiero, como el del capital en términos generales, no puede ser eliminada por ninguna transformación, en el ámbito de la democracia política... Pero esa dominación del capital financiero no elimina en absoluto la importancia de la democracia política en tanto que forma libre, más amplia y más clara de la opresión de clase y de la lucha de clases». (Lenin, Oeuvres completes, tome 22, páginas 156-157 (6)).
En el plano interno, la escisión grippista estigmatizó los errores y traiciones de los revisionistas en el momento de la huelga de 1960-1961. Cómo dijimos antes mientras un millón de trabajadores había hecho huelga, el PCB había preconizado la organización de delegaciones que debían encontrarse con los parlamentarios y estimado aventurera y ultra izquierdista la idea de la marcha a Bruselas.
Igualmente, los escisionistas oponían a las tesis revisionistas de la transformación por etapas de la sociedad capitalista en sociedad socialista por medio de una serie de reformas estructurales, la siguiente concepción: «La nacionalización socialista es la obra de la revolución socialista, en las condiciones creadas por el poder de la clase obrera y de sus aliados, en las condiciones de la dictadura del proletariado. La nacionalización socialista realiza “la expropiación de los explotadores”, haciendo que los medios de producción se convierten en la propiedad de todo el pueblo.» («Marxisme léninisme ou révisionnisme»; marxismo leninismo o revisionismo, J. Grippa, 1963). ¡De esta manera la economía capitalista sería sustituida por la economía socialista!
Detrás del radicalismo de fachada y de la realización del socialismo en un solo país, se está lejos del programa comunista de abolición del valor valorizándose a escala mundial.
Partidario de la paz social y del pacifismo de corderos, el PCB perdía toda credibilidad revolucionaria y se veía contestado a su izquierda por un PCB bis que preconizaba una fraseología izquierdista y una activismo forzado, en el momento oportuno para encaminar al proletariado hacia nuevos callejones sin salida. Incapaz de una ruptura clasista, atribuyendo, como buen discípulo de Stalin, sus fracasos a conjurados anti-partido; «reforzándose en base a purgas», tratando a sus excluidos de polizontes-gángsters-fascistas-provocadores-agentes de la CIA-oportunistas-trotskistas-nacionalistas-patrioteros, ese partido acabará en el cubo de la basura de la historia.
Sea durante la escisión de 1963, o en las que vinieron a continuación, fueron numerosos los militantes animados por un deseo revolucionario de romper con organizaciones, que de comunistas sólo tenían el nombre, para reconstruir un partido proletario. A falta de iniciar un proceso de puesta en tela de juicio de teorías y prácticas del pasado, las divergencias y oposiciones internas no podían más que degenerar en ajuste de cuentas. Además del hecho que los insultos e injurias se ponía en lugar de las clarificaciones, los defectos y debilidades individuales, ignorados en los incondicionales, se denunciaban en los contestarios como la causa de su «traición». La línea de separación era la fidelidad al partido (y por lo tanto sinónimo de promoción). Para unos, esto significaba sumisión a la organización en tanto tal, a su dirección, incluso a su muy querido dirigente nacional o internacional. Para los otros era la sacrosanta línea ideológico política que la organización debía tener.
Criticábamos la ausencia de democracia dentro del partido, considerado como un fin en sí, ajeno al proletariado («el partido siempre tiene razón» incluso contra el proletariado) y no como un medio al servicio del «pueblo». Era la concepción que teníamos en ese momento: el partido como herramienta para aportar a la clase la conciencia y el conocimiento de la ciencia marxista leninista. Pero, ¿no es en definitiva lo mismo expresado de modo diverso, sin relación con aquella concepción que me resultó tan difícil asimilar, a saber: la tendencia histórica del proletariado a organizarse en clase y por lo tanto en partido? Algunos (la mayoría de los estudiantes y jóvenes) estimaron que la noción de «partido» había sido prostituida por errores en la línea política y métodos de dirección incorrectos e intentaron encontrar las causas echando la vista atrás en la historia del PCB, notoriamente a partir de 1943 (fecha de la capitulación política de la dirección del PCB ante los nazis tras su detención, por estos últimos) y de sus tomas de posición en los años de la post guerra (participación en el gobierno...). ¡Rechazando la denominación «partido» y adoptando la de «movimiento», como forma de organización más modesta, esta tendencia quería formar la vanguardia enriqueciendo, simultáneamente, la práctica marxista leninista con el pensamiento Mao Zedong! De ahí su denominación «maos spontex». Junto a otros jóvenes, forman la UUU («Union Universités Usines», unión universidades fábricas) y de «La Parole au Peuple» (la palabra al pueblo). Yo compartía esa necesidad de reexaminar la historia del partido, dándole continuidad y a condición de llevar a cabo un profundo movimiento de rectificación. Con esta condición tomé partido por el ala «partidista» -el PCB (M-L) que pasará a ser el PCMLB y se unificará a finales de los años setenta con LC (M-L), habiendo resultado abortados los intentos de unificación con AMADA-, compuesta por la mayoría de veteranos y dirigentes del momento que no respetaron su compromiso e hicieron grippismo sin Grippa. Pero el nuevo entusiasmo suscitado por la «gran revolución cultural proletaria china» fue robustecido, más aún, por los acontecimientos de mayo de 1968, que vieron afluir nuevas generaciones de militantes.
La proliferación de grupos izquierdistas a finales de los años sesenta y en los años setenta es resultado, como se dice antes, de la falta de radicalidad de los sindicatos y partidos llamados obreros, de su insuficiente capacidad, así como la de sus escisiones, para encuadrar el ascenso de las luchas que se radicalizaban. El final de los golden sixties y el inicio de la recesión reactivaron las luchas obreras: las huelgas salvajes de los mineros de Limburgo, las de los estibadores de Amberes y de Gante, las de los metalúrgicos de Michelin, Citroën, Clabecq.
Ese papel de encuadramiento, pues, es desempeñado por la extrema izquierda que, buscando ganarse a los delegados sindicales combativos para desarrollar un sindicalismo de base, compensa su debilidad organizativa, debida a su grupusculización, con un radicalismo verbal, incluso un activismo agresivo, pero también con una reactivación de la ideología antifascista, recurriendo al culto de la resistencia anti nazi. En Francia, por ejemplo, por medio de Dominique Grange, cantando se proclamaban como «nuevos partisanos, francotiradores de la guerra de clases», celebrando así una adhesión a las posiciones de reformismo armado.
No analizaré con detalle los numerosos grupos que, unas veces rivalizando, otras veces en busca de unidad, marcaron esos años de «sueños y pólvora» desde su «irresistible ascenso» hasta el reflujo del «prurito revolucionario» y del fracaso de la teoría frentista de los «tres mundos» en el origen de la escisión chino albanesa y de sus incondicionales respectivos.
Más o menos, todas las corrientes que se reclaman del marxismo leninismo y del maoísmo, cualquiera que fuesen las denominaciones que se atribuyeran los unos a los otros (neo revisionistas, espontaneístas, anarcosindicalistas, intelectuales pequeñoburgueses) o sus divergencias respecto a la concepción del partido, de la historia del movimiento obrero..., pueden ser todos calificados como más o menos estalinistas, reivindicándose todos de la Tercera Internacional. Su radicalismo verbal y su activismo violento derivan de impaciencia por cambiar las cosas y del entusiasmo suscitado por la «gran revolución cultural proletaria China» y mayo del 68.
Los enfrentamientos en China nos aparecían como un nuevo Octubre en las condiciones del socialismo para evitar, por medio del llamamiento a las masas, la degeneración burocrática del partido y, consecuentemente, la restauración del capitalismo como en Unión Soviética y en sus territorios vasallos, y permitir de este modo un salto cualitativo hacia el «comunismo». Incluso se vio a trotskistas saludar, en sus inicios, a la «gran revolución cultural proletaria China». Cada vez más, militantes trotskistas y maoístas manifestaron los unos al lado de los otros su apoyo al FNL vietnamita, unidos para condenar el pacifismo, propio de balantes, del PC ortodoxo y otros reformistas.
Lo que sin duda unía a esos jóvenes rebeldes, que éramos nosotros, eran los aspectos anti autoritarios contra organizaciones esclerosadas que sustituían a las masas y sus necesidades, así como la necesidad imperiosa que sentían de abolir el capitalismo. Cegados y seducidos por consignas como «fuego al cuartel general de la burguesía en el seno del partido» uno se negaba a ver que el Stalin chino manipulaba a los revolucionarios, enfrentados en grupos rivales de guardias rojos, para liquidar a sus adversarios y opositores tanto a su derecha como a su izquierda.
A pesar de que en esa época yo estaba convencido de que Mao contribuía al desarrollo del marxismo leninismo (que entonces asimilaba al proceso revolucionario), ya consideraba que en Bélgica colocarse bajo la autoridad de su pensamiento no podía limitarse a citar, en cualquier parte y a cada momentos, sus obras, como se hacia, para paliar nuestra incapacidad de restablecer la invarianza del comunismo, sino que hacia falta extraer las enseñanzas útiles para nuestra lucha. De la misma manera que me preocupaba, por constatar que tras las formulaciones a la china, había una falta de rigor marxista leninista en ciertos artículos de Pekín Información. Así, a modo de ejemplo, para los supuestos materialistas que éramos nosotros, nos ponía los pelos de punta (que uno finalmente había perdido) el aceptar que la cura de enfermos en China se debiera al milagroso remedio del pensamiento Mao Zedong (ver Pekín Información, número 51, 1967).
No fue sino con el paso del tiempo que las ilusiones se disiparon, principalmente con lecturas como El tigre de papel (7) y Revolución cultural en China Popular (8), que contribuyeron a desmitificar la aventura maoísta y su mística.
Mientras tanto, las críticas que yo dirigía a la prensa y a los métodos de mi organización, que perjuraba rechazando cualquier rectificación de lo que había preconizado, resultaron en vano y me valieron recelo y denigración por parte de la dirección de mi partido, que perdía la poca credibilidad adquirida con ocasión de la conferencia de La Louvière en 1967. A finales de 1968 yo me iba golpeando la puerta, sin embargo seguí durante un buen número de años, mariposeando en el ambiente marxista leninista en busca del grupo cuyas posiciones permitieran la reconstrucción del partido del proletariado.
Lo precedente explica, sin duda de modo incompleto, el rechazo o la crítica de las organizaciones existentes y la aparición de grupos izquierdistas, grupos cuya incapacidad para reapropiarse de las posiciones de clase le dio a la burguesía una nueva oportunidad de reforzar su dominio.
Señalemos que el retroceso del post mayo de 1968 y el hecho de la reorganización del estado en China significaron el declive del izquierdismo, a través de la huída hacia delante de la aventura del «reformismo armado», calificado por la burguesía de «terrorismo» para encubrir su propio terror.
Sólo el PTB (ex AMADA-TPO) se mantendrá al precio de un oportunismo a todo trapo, después de haber fagocitado los residuos marxistas leninistas y haberse servido de organizaciones de masas como correas de transmisión para sus ambiciones políticas. En cuanto a su participación en las elecciones, ese grupo practicaba ya en ese tiempo el reclutamiento para sus listas, y con la ayuda de no importa quien, para obtener el mayor número de candidatos y afanar votos ¡qué llego hasta, incluso, calificar de comunistas!
Todos esos grupos izquierdistas (los dos PCMLB, AMADA-TPO-PTB, y también AC, UCMLB, La Palabra del Pueblo, OC, L’Etincelle –La Chispa-, LC, PCR, CCB...) se caracterizan por el seguidismo de las posiciones chinas y/o albanesas. Todos, críticos o no del periodo estalinista, se reclaman de la Tercera Internacional, incluso si algunos (UCMLB y AMADA) llegan hasta a negar la existencia de un partido comunista en Bélgica antes de su propia aparición. Subrayemos en desorden cronológico algunas de esas posiciones:
- Condena de las dos superpotencias que se reparten el mundo y sobre todo de la Unión Soviética, la más agresiva de las dos, de ahí la invención china (9) de la teoría de los tres mundos (alianza del «tercer mundo» y de los países europeos contra las dos superpotencias), que será una de las causas del cisma chino albanés.
- El llamado «tercer mundo» se encuentra en ebullición y las luchas de liberación nacional abren el camino a la revolución socialista.
- La lucha de clases contra una «democracia en camino de fascistización» tiene que radicalizarse.
- Defensa de la independencia nacional y de la democracia, antifascismo.
- Hay que vincularse a la clase obrera e instalarse en las fábricas («proletarización» de los intelectuales y estudiantes por parte «del establecimiento», por parte del sistema).
- Sobre el problema sindical, coexistirán posiciones que aspiran a crear una oposición revolucionaria en los sindicatos o intervenir en los mismos sin buscar recuperarlos o aún proponer practicar un sindicalismo revolucionario dentro o fuera de los sindicatos amarillos. En cuanto el PTB, que se llamaba en sus inicios AMADA-TPO, se presentaba como la organización de los comités de lucha, consideraba a los aparatos sindicales como integrados al estado y representaba a los delegados con aspecto de cerdos con brazaletes FGTB-CSC. Esta posición antisindical fue rechazada luego, por considerarse «ultraizquierdista» y los comités de lucha tachados de «anarquistas». Actualmente trata de regenerar el aparato sindical apoyando a los delegados «combativos» y a los miembros permanentes «buenos».
- Participación condicional en las elecciones, pero no al rechazo de principio.
A propósito de las aspiraciones socio nacionales de China y Albania, incluso de su chovinismo ultranacional (por ejemplo: defensa de sus intereses nacionales en detrimento de los del proletariado mundial y de sus luchas locales parciales), no hay que extrañarse si las mismas encontraron algunos ecos de simpatía en la extrema derecha, entre los adeptos «rojipardos» de un nacional socialismo revolucionario, de ahí los calificativos de nuevos nacional bolcheviques o nazis maos. A tal punto que hasta hubo algunos intentos de infiltración de grupos marxistas leninistas por parte de esos neo nazis. (10)
El credo de los marxistas leninistas era: hacer un análisis concreto de la situación concreta para determinar la línea. Y he aquí la puerta abierta para justificar todos los virajes oportunistas y negar los principios invariantes del comunismo: abolición del trabajo asalariado y de la democracia; internacionalismo y derrotismo revolucionario contra todo nacionalismo y toda defensa nacional; dictadura del proletariado contra el valor; contra el estado cualquiera que sea la forma que adopte.
Organizaciones como la UCMLB o el PCMLB intentan encubrir su anti comunismo cuando pretenden conciliar la autonomía del proletariado contra la burguesía con «un frente por la independencia nacional contra las dos superpotencias».AMADA (transformado en PTB en 1979 y que sostiene ser el nuevo partido comunista de masas) por lo que a él se refiere incluso ni se toma ya ese trabajo. En 1976, en el cuadro de la alianza contra Estados Unidos y sobre todo contra la Unión Soviética, llamaba a reforzar la defensa nacional por medio del armamento generalizado de los obreros y trabajadores así como a la disolución de la policía, conduciendo paralelamente la lucha contra la burguesía por una «democracia popular» (¡siendo la dictadura democrática popular una etapa previa a la dictadura del proletariado!). Para AMADA dominaban los factores de guerra y no los favorables a la revolución. En el curso de esta etapa de «democracia popular», las empresas de la «Bélgica patriota» no debían ser expropiadas, a fin de concentrar todos los golpes contra el social imperialismo ruso! Como diversión anti comunista, ¡¿quien puede ir más lejos?!
Creo no exagerar en la lectura «psicológica» de la formación de sus jefes atribuyendo la aptitud de los dirigentes de AMADA-PTB para los virajes políticos de 180º sin autocrítica, a la formación adquirida en colegios y universidades católicas donde integraron con provecho el sentido de la adaptación a las eventualidades y el del proselitismo.
Lo que todas esas organizaciones tienen en común, fuera los que fueren sus nombres o sus divergencias, son los cambios de línea política según la conveniencia del contexto y, sobre todo, en función de su alineación con uno u otro partido padre del momento.
Para los marxistas leninistas, el socialismo es en realidad una etapa transitoria en que la dictadura del proletariado no suprime ni el trabajo asalariado ni el estado, pero refuerza el aparato de este último que es lo que está en juego en la lucha por el poder. Dicho de otro modo, el comunismo es aplazado a las calendas griegas. Jamás se trata de suprimir el valor de cambio, ni en el socialismo, ni en el comunismo.
Para los marxistas leninistas, solamente las contradicciones inter imperialistas conducen a la guerra; no conciben que todos los estados capitalistas son imperialistas y que fundamentalmente el imperialismo como «estadio supremo» del capitalismo no cambia nada a la contradicción entre burguesía y proletariado. Esta contradicción, que ellos califican de «principal», con respecto a las contradicciones «secundarias» con las que ellos justifican sus alianzas oportunistas y su abandono en la práctica de la lucha del proletariado por el comunismo. Cuando la burguesía entra en guerra, destruye la superproducción y las fuerzas de trabajo sobrantes de los tiempos de «paz» se ven forzadas a oponerse al sistema para sobrevivir y emanciparse (siendo valorización y desvalorización del capital los dos aspectos del desarrollo del valor).
El «estadio imperialista» en la práctica arrumba la presunta contradicción principal entre proletariado y burguesía, cuya eliminación debiera ser la obra exclusiva de los «comunistas». Los marxistas leninistas tienen una concepción sociológica de la clase obrera; sólo los elementos que se encuentran en el origen de la producción material están considerados como parte integrante de aquélla. Los empleados poco calificados constituyen un «semiproletariado», la pequeña burguesía y los intelectuales son «posibles aliados». Por el contrario, para el comunismo, el proletariado está compuesto por diferentes capas de asalariados que están obligados a vender su fuerza de trabajo, producen plusvalía o contribuyen a producirla, pero que no sólo se constituyen en proletariado a través de la lucha por su emancipación.
En cuanto a su funcionamiento interno, todos esos grupos izquierdistas se refieren al centralismo democrático: sumisión servil a la línea y a la jerarquía de la organización y, en caso de discrepancia y de rechazo de la autocrítica, la expulsión por traidor, renegado y enemigo de clase, a no ser que se tome la delantera y se abandone la organización. Nada de poner en tela de juicio ni de hacer análisis de los errores, subjetivismo y triunfalismo, mala voluntad o mejor ojeriza y espíritu de inquisitorial. El partido, que tiene siempre razón, es concebido como una organización externa a la clase, a la cual tiene por tanto que vincularse para aportarle el conocimiento y mostrarle el camino de la revolución, pues la clase es incapaz de superar su espontaneísmo y sus reivindicaciones «inmediatas». El militante es un soldado de tipo religioso que debe dar pruebas de voluntarismo; en tanto que individuo no se pertenece más y se convierte en un engranaje de la organización que pone por delante el activismo a la formación. La insuficiencia de esto último justifica, en cada ocasión, los fracasos y las desviaciones de la línea siempre justa. En pocas palabras un buen camarada fiel y obediente. ¡Amén!
Ya sea con Jacques Grippa o con Fernand Lefévbre, los dirigentes respectivos del PCB bis y del PCMLB ilustran su concepción del centralismo democrático, despreciando, ellos mismos, esas consignas frente a sus propias tropas, o incluso autorizándose a transmitir informaciones internas del partido a elementos externos al mismo, cuando aquéllas son ocultadas a los miembros de la organización. Mucho apostaría a que la vaca más sagrada del PTB, Ludo Martens, lleva a cabo prácticas similares.
Haré algunas consideraciones más antes de cerrar este periodo del que salí con una depresión tan honda como lo habían sido mi euforia y entusiasmo.
El marxismo leninismo: infalible como la bibliaLa ausencia de principios programáticos es la característica fundamental del leninismo. Todo está justificado por la «sacrosanta táctica», lo que hace prácticamente imposible toda discusión sobre la más mínima incoherencia de su «programa». A semejanza de los curas que aseguran muy tautológicamente que la existencia de Dios se descubre teniendo Fe en su existencia, el credo marxista leninista propone el seguidismo dócil de los zigzagueos políticos de Su Santísima Organización y la estúpida repetición de las explicaciones de sus incomprensibles cambios de rumbo, como medio para acceder a la Fe leninista. La justificación «táctica» hace las veces entonces de programa, el deporte favorito de los marxistas leninistas consistente en fabricar esos kilómetros de explicaciones políticas incoherentes a las que nos tienen acostumbrados, una literatura tan sofocante como abundante que lo explica todo y su contrario. Los estalinistas, por ejemplo, pueden perfectamente haber denunciado un día a los fascistas, luego haberse aliado con ellos al día siguiente y desmarcarse de nuevo algo más tarde; todo eso se justifica rápidamente por la ciencia de las «decisiones tácticas». De la misma manera, los socialdemócratas presentados ayer como terribles «socialfascistas» con los cuales no puede pactarse, inmediatamente después se transforman en respetables compañeros con los que construir el frente popular. Inútil intentar convencer a un estalinista de que defiende exactamente lo contrario de lo que defendía la víspera; os elogiará el genio de las disposiciones tácticas de su organización, capaz de cambiar de «línea política según la oportunidad del contexto». ¡Es infalible como la biblia!Una manera interesante de observar (y de denunciar) este método es discutir sobre el propio Lenin (o sobre cualquier otro «héroe proletario» embalsamado por el marxismo leninismo). Desde el punto de vista del comunismo, el llamamiento derrotista revolucionario de Lenin a «volver los fusiles contra sus oficiales» en 1916 se sitúa en el campo de la lucha histórica del proletariado contra todas las patrias, mientras que su rechazó a seguir al guerra revolucionaria en 1918 y los pactos que firma con los generales alemanes expresan sin duda una posición histórica de la contrarrevolución. Es el mismo Lenin que ha tomado estas posturas, pero son programáticamente tan antagónicas como el hecho de defender o no defender la explotación capitalista. Para los leninistas, por el contrario, derrotismo revolucionario o acción patriótica, la totalidad es santificada en nombre de «la inteligencia genial de las intuiciones tácticas» de Lenin. De modo más global, los llamamientos proletarios a transformar la guerra imperialista en guerra revolucionaria son asimilados sin complejos a la firma de una paz separada con Alemania, a la NEP, a la militarización del trabajo, a la represión de los revolucionarios de Ucrania o de Kronstadt, en resumen, a todas las acciones que Lenin dirigió contra el proletariado para reconstruir en Rusia el estado capitalista. En vez de afirmar que se trata en un caso de una posición de clase, y, en todos los otros, de posturas simple y llanamente contrarrevolucionarias, el marxismo leninismo justifica el conjunto de las posiciones de Lenin como fruto de su «genio táctico». Cuanto más se manifieste el antagonismo entre revolución y contrarrevolución en la distancia, separando una toma de posición de otra, más aclamarán los marxistas leninistas «una increíble habilidad en cambiar de táctica en el momento preciso». La tautología de los métodos de explicación religiosos decididamente no tienen fallos. De modo más marginal, y porque toda religión halla su religión contraria, todavía hay que poner de relieve que el antileninismo vulgar defenderá, «lo exactamente opuesto» de los marxistas leninistas, es decir lo mismo desde un punto de vista metodológico. Para proseguir con el ejemplo de la persona Lenin, hasta cuando este defenderá excepcionalmente una posición comunista, llamando a la insurrección o formulando la necesidad de destruir el estado, pongamos por caso, los antileninistas invalidarán aquélla tomando como punto de partida el presupuesto religioso inverso: puesto que Lenin ha llegado a ocupar el estado y a defender el desarrollo capitalista, las posiciones correctas que pudo adoptar antes no pueden ser más que engaños contrarrevolucionarios con la finalidad de ocultar su verdadera intención: desarrollar el capitalismo en Rusia. Los antileninistas producen la misma religión metodológica en torno a la cuestión de «la táctica». También ellos definen los cambios de posición de Lenin como la manifestación de una conducta perfectamente coherente y anudan sus sucesivas modificaciones programáticas a una acción lógica y resuelta, construida de cabo a rabo por un genio de la maniobra. Lo único que les diferencia de sus alter ego leninistas es que ven en Lenin el genio del mal, allí donde los marxistas leninistas lo han erigido en un genio del bien. Pero ni unos ni otros son capaces de definir la línea de demarcación que separa políticamente los proyectos sociales respectivos del proletariado y de la burguesía. Cegados por la imagen de Lenin, aún alcanzan menos a definir quien, del lado del proletariado o del de la burguesía, se encuentra detrás de esa o aquella posición puntual formulada en el curso del enfrentamiento entre las fuerzas revolucionarias y las contrarrevolucionarias. |
Con el movimiento maoísta, mi interés también abarcó la experiencia china. Además de la lectura de la prensa de mi organización en la cual colaboraba de vez en cuando, leía asiduamente a «clásicos» del marxismo leninismo: Lenin, Stalin, Mao, Enver Hoxha y naturalmente el Manifiesto del partido comunista; Salario, precio y ganancia; El imperialismo, estadio supremo del capitalismo; El estado y la revolución; y, por supuesto, «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo», más algunas otras obras de orden didáctico sobre la dialéctica y la filosofía materialista (Las leyes fundamentales de la economía capitalista, de Baby o, incluso, Principios elementales de filosofía, de Georges Politzar), etcétera.
En realidad, mucho más tarde, después de numerosas lecturas y encuentros, debido al azar de las circunstancias y de la depresión y la resignación (toda abjuración estaba excluida), tomé conciencia que mi militancia se encontraba sustentada en una reflexión ideológica que descansaba en una comprensión desfigurada de los escritos de Marx. Hacía mía una interpretación vulgar de la obra de Marx, reduciendo, por desconocimiento del conjunto de su concepción y el carácter unitario de su obra, a lo que habían sido las formas de presentarla: una simple ciencia histórica, una teoría sociológica o incluso una doctrina «económica». Esa ausencia de visión global era lo que justificaba, a base de citas de sus escritos, estrategias y tácticas contrarrevolucionarias, cuando se trataba de una totalidad subversiva.
Si ahondo un poco en ese tipo de compromisos, tengo que constatar que, intentando adoptar el contrapié del egoísmo y mezquindad vulgar pequeñoburguesa, adherí a una concepción de tipo religioso, expiatorio. Militar por la causa significaba el olvido de uno mismo, la desaparición de su subjetividad en nombre de la emancipación colectiva y de abstracciones (clase, partido, proletariado) sin comprender su interacción dialéctica, puesto que se trataba de conquistar la plenitud de cada uno a fin de llevar a término la de todos. Hacer surgir en cada uno de nosotros su humanidad hoy enajenada, liberar nuestra vida de los obstáculos, para su pleno desarrollo, implica evidentemente la abolición del capitalismo. Pero lo que quiero decir es que la sociedad no es más que la representación de las relaciones humanas, de la misma manera que el hombre es la abstracción de los seres vivos. En ese sentido entiendo que el Hombre, con «H» mayúscula, en el sentido de «derechos del hombre», no es otra cosa que una ficción que no tiene en cuenta los seres vivos (los hombres) pertenecientes a clases antagónicas (burguesía-proletariado) que se hacen la competencia (trabajadores-parados)... Son estos últimos los que cuentan y hay que partir de ellos.
Parafraseando al filósofo Michel Henry, yo diría que a imitación de la materia y del espíritu, hombre y sociedad no se oponen como dos términos en sí contrarios, sino que sólo se oponen en la unidad de una misma esencia, en la unidad de la abstracción. Esos dos términos son distintos y forman una unidad. En aquel entonces, mi reflexión estaba guiada por conceptos sociales y económicos en tanto que categorías abstractas, cuando debiera haber estado guiada por los individuos vivos, su práctica social y sus intereses comunes. Por eso el interés por el otro, escucharle, sólo tenía real importancia en la medida en que era susceptible que compartiese la misma finalidad. Organizarse implicaba «el sacrificio del individuo por la causa trascendente del socialismo» (Alain Bihr). Nada que ver (ni lo uno ni lo otro, de otra parte...) con la lucha por el asociacionismo proletario. Yo pasaba del activismo empírico a su contrario, el intelectualismo, en lugar de elevarme de lo concreto a lo abstracto, de lo particular a lo general.
El estalinismo se justificaba en nombre del realismo y de la eficacia, cuando en la realidad pisoteaba nuestra subjetividad, nuestro componente irracional que aporta intuición e imaginación. Poner por delante de la intuición a la razón proviene de un proceso reductor, pues el pensamiento, como medio de expresión de nuestra humanidad, es al mismo tiempo manifestación racional e intuitiva. Intelecto y sensibilidad son idénticos en su esencia. En efecto, nosotros no conocemos la realidad objetiva exterior como si esta se reflejase tal cual, mecánicamente en nuestro cerebro, sino como resultado de un proceso de construcción a partir de nuestras percepciones. Para llegar ahí hizo falta romper con el Lenin filósofo y su «empirocriticismo», cosa que la lectura de los escritos de A. Pannekoek (11) me permitió hacer. Digamos a propósito de esto que los textos de la izquierda comunista no estaban de ninguna manera puestos en el índice, sino que sencillamente se los ignoraba como inexistentes. La contrarrevolución burguesa (de derecha o de izquierda) es de una eficacia pavorosa.
Yo había entrado, por lo tanto, en política como otros entran en religión. Mis emblemas eran el martillo y la hoz, como la espada y el crucifijo eran las armas de los cruzados y los misioneros. Creía ver en los regímenes capitalistas fuertemente estatizados de los países del Este un estadio socialista, preparatorio a la edificación del proyecto comunista. Nosotros no éramos los compañeros de K. Marx, sino los de Hegel y Ludwig Feuerbach. Por lo tanto me sumergía en los escritos de «Charlie» (12) pero también abordaba los de W. Reich y del «camarada vitamina» M. Bakunin, el primero interpretado por los estalinistas y los otros dos vilipendiados y despreciados.
En cuanto a mi motivación y mi implicación no muy fuerte con los revisionistas (de otra parte nada en ellos resultaba estimulante), lo fue mucho más con los grippistas, que eran los militantes más dinámicos, los que se habían escindido y cuyo pasado de dirigentes, de «partisanos armados», de veteranos del partido, me infundía respeto, me subyugaba. La organización grippista había desarrollado mi sentimiento muy fuerte de pertenencia y de real solidaridad en la lucha diaria y frente a la represión, pero el rechazo era de la misma índole: todo o nada. No he vuelto a encontrar este ambiente en las dos organizaciones izquierdistas ulteriores. Demasiado poco cuidadosos de la seguridad, dejando de lado a la familia, el otro sólo interesaba más en la medida en que podía servir a «la causa». Nuestro análisis, que quería ser un análisis concreto de la realidad concreta, en realidad no era más que un calco de nuestros prejuicios ideológicos a propósito de esa realidad. Actualmente me resulta claro que si, a continuación de circunstancias históricas diferentes, hubiésemos tenido que participar en el poder, o bien, como todos los estalinistas, hubiéramos colaborado en la represión, o bien hubiésemos sido liquidados por oposición a la línea. Afortunadamente sólo conocí el espíritu de camarilla, la desconfianza por ausencia de servilismo o por divergencias de opinión y por eso me fui, dando un portazo, cuando el diálogo se convirtió en imposible, negándome en los hechos a entrar en el juego de las autocríticas fingidas o a intentar formar fracciones condenadas a la liquidación. En una organización seudo comunista, o que degenera, uno o se somete o se da de baja; es la lección que yo saco de ahí. De aquí procede mi desconfianza de todo lo que es partido formal.
Con relación al revisionismo kruschevista y al radicalismo grippista, lo que el maoísmo y mayo del 68 han aportado, para reafirmar nuestra motivación militante y nuestro entusiasmo activista, es el hecho que aquí no se trataba tan sólo de mejorar las condiciones materiales de la clase obrera, de «revolucionar» el sistema permaneciendo en la lógica de la economía mercantil, sino de crear un hombre nuevo en un mundo nuevo. Sin embargo, para ello, y con toda la buena fe, nos metimos en atolladeros sin futuro.
He tenido que hacer balance para comprender que en lo que estaba equivocado no era con respecto al fin a alcanzar, sino en cuanto a los medios para llegar a él. Lo que me ayudó mucho fue volver sobre la historia del movimiento comunista e igualmente la lectura de los itinerarios individuales de militantes que rompieron con el estalinismo pero que, a lo mejor, volvían al redil reformista, y cuya marcha atrás me angustiaba, haciéndome vislumbrar que no había otra salida. ¡En tal caso es mejor dedicarme a cuidar mi chacrita que seguir ese mismo camino!
Como señalé más arriba, los encuentros casuales me hicieron dar un paso cualitativo permitiéndome tomar conocimiento de experiencias como las de Ciliga, Valtin, Makhno, la izquierda comunista (KAPD...), pero también estudiar las posiciones de la ultraizquierda, las rupturas de clase en el seno del anarquismo, descalificadas tanto a derecha como a izquierda, en resumen reconstruir una memoria obrera oscurecida por cuarenta años de contrarrevolución. El proceso del conocimiento es largo y las rupturas de clase son penosas, como toda puesta en tela de juicio verdadero. Uno se cura, uno sale de eso reforzado, pero las cicatrices permanecen. Acaba de hablar de «azar», pero hubiese podido hablar, como al principio de este trabajo, de «determinismo», porque sean cuales sean los yerros, la realidad del capital y de su sociedad de mierda está ahí para reavivar nuestro odio de clase.
Sin embargo intenté profundizar un poco en las dificultades halladas en ese proceso de rupturas, sobre todo tras haber abandonado el territorio estalinista izquierdista, cuando buscaba mi camino en un espacio de no man’s land mental.
Tomar distancia con la militancia izquierdista era una operación saludable, incluso si esto hacía daño con respecto a la energía perdida. Pero superar el vacío, que corría el peligro de que se alojase en mí, era mucho más preocupante. En cuanto a echar abajo los restos de la ideología, carente de interés, que aún tenía bajo la gorra, eso era angustioso: miedo a tirar al niño con el agua sucia, miedo al vacío. En efecto, ¿cómo convencerme de que Mao, Hodja, Stalin o Hitler eran a fin de cuentas lobos de la misma camada? ¿Cómo reconocer, sin sentirme insultado, que me había unido objetivamente a las filas de un fascismo rojo? En primer lugar era necesario abandonar el terreno de lo emotivo, liberarme del pasado y de alguna manera «volver a mis raíces profundas».
Este aseo, propio de animales, fue tanto menos impecable cuanto que, en primer lugar, me hizo falta remojarme en las aguas turbias de eso que algunos llaman el «medio revolucionario»europeo. Para ir a lo esencial, y por razones de claridad y de síntesis, enumeraré, aquí, los principales puntos programáticos con lo que me hacia falta romper para reencontrar el hilo rojo y desarrollar las posiciones de clase.
1. La concepción leninista de partido: sustitucionismo y separación entre organización política y económica de clase.
2. El eurocentrismo: sobrestimación de las luchas obreras reivindicativas y de la capacidad revolucionaria del proletariado de los países occidentales y, paralelamente, subestimación del proletariado de los «países periféricos del capitalismo», presuntamente incapaz «de abrir la dinámica de la revolución mundial» (ver Revolution International número 45, CCI, 1986).
3. La teoría de la decadencia del capitalismo, teoría que opina que el capitalismo en su fase ascendente permitía la lucha obrera por conseguir reformas en el marco del sistema y hacia posible en el seno del movimiento obrero la existencia de corrientes «ni verdaderamente burguesas, ni verdaderamente revolucionarias» (ver Revolution International número 44, CCI, 1986). Esta postura deja la puerta abierta a la justificación de las alianzas interclasistas en detrimento de la autonomía del proletariado. A la inversa, y siempre según esta teoría, desde que el capitalismo ha entrado en decadencia «la obtención de reformas y de éxitos inmediatos, sin lucha por la revolución, ya no existe». En realidad, ésta concepción busca dar fundamento a diversas aspiraciones reformistas. Se trata, en primer lugar, de dar cuerpo a la opinión según la cual la burguesía pudo ser en su día un partido de progreso para el propio proletariado y que, en consecuencia, éste podía asociarse a aquélla (en la defensa nacional, por ejemplo: Revolution International números 49, 77, 78, CCI, 1987 y 1944). Se trata, seguidamente, de justificar la pretensión del reformismo de ser un factor de «evolución pacífica», cuando la paz entre los estados no supone jamás que el capital detenga su guerra contra el proletariado. En fin se trata de avalar la idea que la socialdemocracia, que ha cohibido la organización del movimiento obrero, solamente ha «traicionado» los intereses del proletariado, y que consecuentemente, a pesar de la experiencia histórica del proletariado, era justo intentar la reconquista de ese mismo partido socialdemócrata «traidor» por un trabajo opositor de fracción. Esta teoría niega de hecho la invarianza del programa comunista.
4. Una concepción idealista del proletariado que lleva a grupos como la CCI a considerar acciones violentas espontáneas, como el saqueo de almacenes (ya sea en Ámsterdam en 1848 o en Argentina hace poco) como «el hecho de un auténtico lumpenproletariado cuyas acciones desesperadas eran ajenas a un proletariado vuelto consciente y organizado» (ver Revolution International número 45, CCI, 1986). Este idealismo explica sin duda el hecho de que no captan de que manera la lucha de clases cruza todos los componentes sociales, ya se trate del lumpenproletariado, ya del campesinado o de la anarquía. Es en la práctica que se ve quien defiende posiciones de clase. Es siempre esa misma posición centrista la que está en el origen de la ceguera respecto a la revuelta proletaria en Irak, porque «la clase obrera allí es minoritaria, ahogada en una población agrícola o semimarginada en las barriadas» (Revolution International número 65, CCI, 1991) y sólo puede ser calificada como «insurrección de las poblaciones chiítas del sur de Irak» (Revolution International número 71, CCI, 1992).
5. El antianarquismo y el pro radicalismo socialdemócrata. Decadentismo, idealismo, izquierdismo reformista, también conducen a ese tipo de organización a tomar por dinero en efectivo los errores del campo «marxista» de la Primera Internacional, a condenar unilateralmente a los bakuninistas como agentes provocadores al servicio de la burguesía (Revolution International número 85, CCI, 1996). Esto apesta a represión leninista estalinista. Va de lo mismo la condena global, según la enseñanza de Engels, de los «ultrarradicales», es decir de los antisocialdemócratas de ayer y de hoy y, en cambio, la aprobación de concesiones hechas por los oportunistas reformistas socialdemócratas de la Segunda Internacional, incluso por sus sucesores centristas espartaquistas y kapedistas indudablemente. Y esto so pretexto de que las concesiones no están desprovistas de «críticas auténticas que tienen que ser hechas a las prácticas y teorías de los partidos socialistas» de la época dado que «proviene de dentro del movimiento obrero» lo cual no puede ser el caso de los «híper ultra radicales anarquistas al estilo GCI o Wild-Cat» (Revolution International número 84, CCI, 1996).
6. La subestimación del internacionalismo proletario y de la revolución mundial, por ejemplo, justificando la paz de Brest-Litovsk como un «paso atrás» necesario, cuando en realidad la ola revolucionaria todavía se propagaba y que, como lo han demostrado los hechos en Rusia, en Alemania (marzo de 1920 en el Ruhr) y más tarde en España, el proletariado tiene la seguridad de perder cuando pierde la iniciativa y renuncia a la ofensiva.
7. La posición de esos grupos frente al estado es que sostienen la necesidad de un estado durante el periodo de transición, que sería distinto de la dictadura del proletariado, cuando sólo dicha dictadura puede de abolir no solamente el trabajo asalariado sino todo estado a fin de impedir toda vuelta atrás. La revolución social no es un golpe de estado, sino la realización en marcha de la emancipación de la humanidad por la del proletariado. No hay ningún pretexto para restablecer el estado, como cuerpo burocrático amputado de la vida, represivo, so pena de reeditar, a otra escala, lo que pasó con la Unión Soviética.
8. El concepto «trabajo». Encadenar el hombre al trabajo constata una concepción sacrificial y religiosa, propia de la socialdemocracia y del izquierdismo. La reivindicación de su abolición (que concreta cada vez más el desarrollo de las tecnologías y el crecimiento de las fuerzas productivas) es considerado como «típica de la pequeña burguesía que se desintegra y elementos desclasados» (Revolution International número 86, CCI, 1996). Cuando uno se reclama del comunismo y de las contribuciones subversivas de Marx debería saber que la Gemeinwesen (comunidad humana, NDR) pone fin a la división trabajo-tiempo libre por la negación que hace de ésta la actividad humana.
9. La incomprensión del hecho de que la democracia, ya sea liberal o totalitaria, muestra, en cualquiera de sus apariencias, la dictadura del capital.
En conclusión, si al principio el llamado «medio revolucionario» me permitió descubrir aspectos de la historia del movimiento obrero escondidos por mi pasado (como, de otra parte, pero a otro nivel, las tesis situacionistas y las de ciertos grupos calificados de «modernistas» vinieron a enriquecer mi reflexión crítica), el análisis y la discusión me revelaron que detrás de su interpretación tendenciosa del movimiento obrero, más particularmente de la revolución alemana, ese medio vehícula, en nombre de la continuidad, todas las escorias heredadas de la vieja socialdemocracia, siendo incapaz de una saludable ruptura radical. Por eso no hace más que mantener, de este modo, la confusión en las filas de la revolución.
Me es forzoso reconocer que la cuestión sindical fue una especie de último baluarte de mis concepciones marxistas leninistas, por el hecho que el sindicalismo era al mismo tiempo mi terreno de militancia y lo que me permitía subsistir. A pesar de estar convencido de la integración de las estructuras sindicales en el sistema capitalista y del clientelismo de muchos de sus militantes, todavía durante cierto tiempo yo continuaba persuadido que hacia falta enfrentarse a esa realidad para transformarla desde dentro, porque era allí adonde se encontraban los trabajadores un poco organizados, y que a través de las luchas reivindicativas algunos podían ser ganados a la causa de la revolución. Contra los sindicatos, sí, hacia afuera, sí, pero también hacia dentro, yo pensaba, so pena de aislamiento, de marginación. Ahora bien, toda la experiencia histórica del proletariado enseña, con evidencia, que desde dentro uno no revoluciona una organización burguesa: uno se somete (supervivencia obliga, la tentación kamikaze o estilo crucificado, no, gracias...) o uno dimite (si se tiene los medios o la fuerza). Además compartía esta concepción leninista que hace de los sindicatos escenarios de organizaciones de luchas tan sólo económicas y reivindicativas, simples correas de transmisión del partido que aporta, él, la ciencia de la conquista del poder, concepción reformista que ratifica la separación de la lucha económica y la política.
Por otra parte, para sobrevivir profesionalmente, estaba obligado a invertirme sindicalmente al 100% y pasar a ser en los hechos un sindicalista permanente de empresa. Mi manera de ser (rechazo de la sumisión servil, espíritu crítico) reforzada por tomas de posición izquierdistas me valieron a la vez la hostilidad de la patronal y la de los bonzos sindicales, a cuyos ojos, no obstante, yo servía de garantía de izquierda perfectamente útil para perpetuar la imagen de su sindicalismo, como «agente de la transformación de la sociedad y preocupado por satisfacer las justas reivindicaciones de los trabajadores».
Pero también éste último «esquema» terminó por derrumbarse.
Profundicemos, aunque sea un poco, en esta aproximación crítica que se desarrolló con el tiempo.
Es incuestionable que sindicatos y sindicalismo se han revelado en la práctica, y desde sus comienzos, como organizaciones destinadas a vaciar de su ser clasista a las primera asociaciones obreras (que no denomino «sindicatos» para evitar toda confusión de términos) en lucha contra el capital y encuadrarlas bajo la bandera del reformismo, a pesar de efímeras veleidades contestatarias contra el sistema. Tal es, en todo caso, la situación en Bélgica, adonde el nacimiento de asociaciones estables de lucha de clase advino más tardíamente que en otras partes y que la Comisión Sindical de 1898 es una creación del POB de mayoría reformista.
El sindicalismo y sus estructuras en la actualidad, y desde hace tiempo, son parte del aparato del estado. Por esta razón tiene una doble función:
1. Una función policial, que consiste en desviar, por la disuasión o por la represión (chantaje, amenazas, exclusión), al proletariado de su necesaria autonomía de acción revolucionaria.
2. Una función de gestor de la economía capitalista por la obtención de reformas que, bajo pretexto de transformar la sociedad en sentido progresista, no hacen más que convertir en perenne el sistema de explotación y alineación, haciéndolo aceptar al proletariado.
Su papel fundamental es por lo tanto negociar la venta de la fuerza de trabajo, no abolirla.
En esas condiciones, toda posición que apunta poco o mucho a presionar sobre el apartado para radicalizarlo o recuperarlo, toda actitud que tienda a empujar a los delegados combativos contra sus bonzos (y por lo tanto a forjar la ficción de un sindicalismo de base eficaz y susceptible de derrotar a la burocracia), no puede más que perpetuar ilusiones, aislar, neutralizar y liquidar a los elementos subversivos.
En cuanto a la explicación leninista, justificando que hay que militar allí donde se encuentran las masas, considera equivocadamente que estas últimas son en sí un potencial revolucionario. En realidad, las masas de afiliados a sindicatos, incluso los delegados, se caracterizan actualmente por el seguidismo y el clientelismo. Y son estas características sindicales las que descargan todo su peso sobre las luchas o las reacciones de clase que estallan aquí y allí, y que, precisamente, si no se liberan del sindicalismo, acaban aisladas, sin futuro o ingenuamente se precipitan en la legalidad. Y las famosas masas, atrapadas en las redes del sindicalismo, no hacen, en tal caso, más que perpetuar la lobotomización de la memoria obrera emprendida por los reformistas, impidiendo toda conquista de una nueva autonomía de clase.
Entonces, ¡ «basta» (13) de aspirar a «conquistar a las masas» que se someten a estructuras cuyo objetivo es «desorganizarlas» y matar en ellas toda manifestación subversiva! ¡«Basta» de esa comprensión lloriqueante que, a pesar de todo, defiende que ante las agresiones patronales los sindicatos siguen siendo el último escudo de los trabajadores! ¡El sindicalismo reconforta a los trabajadores, sí, de la misma forma que la religión consuela a los pobres! ¡Prescindiendo de toda pompa, los sindicalistas están obligados a confesar, por fin, que su función se limita a convencer a los proletarios que para evitar dejarse entubar en seco es perentorio negociar con buena voluntad un suplemento de vaselina!
En definitiva, la realidad del buen delegado se reduce a ser, se quiera o no se quiera, una especie de asistente social relativamente protegido y el afiliado a un sindicato, un asegurado social a quien la cotización da derecho a unos servicios.
¿Qué concluir, ahora, sino que no basta con ser lúcido y lograr cierto nivel de ruptura, ni darse por satisfecho con no haberse dejado jamar por todos los que no consiguieron «meter mi rebelión en la tumba» (¡Gracias Renaud!) (14), ni tampoco con condenar este mundo, que es más repugnante que nunca, o con estar todavía persuadido, incluso si no será pasado mañana, que solamente depende del género humano que éste salga de su inhumanidad? Aún más es necesario hacer concordar su práctica social con su experiencia y saber teóricos so pena de retroceder.
Todavía hay que encontrar en uno mismo la fuerza para superar el peso del sistema y la desconfianza con respecto a todo colectivo en lucha, desconfianza, incluso rechazo, interiorizado por una excesivamente larga experiencia militante negativa. Pero esta fuerza esencial no es voluntarismo, no puede surgir y alimentarse más que a través de las luchas futuras, luchas que nos imponen, inevitablemente, el terror capitalista y el de sus lacayos, luchas que nos veremos forzados a encabezar si queremos (sobre) vivir.
ANEXOA fin de permitir a los lectores orientarse en la profusión de grupos y grupúsculos citados, a la vez parecidos y diferentes, presento una descripción muy parcial y subjetiva. Primero va el nombre de la organización descrita y después, el nombre del periódico entre guiones y en cursiva.PCB Partido Comunista de Bélgica
(Le drapeau rouge, Bandera roja): fusión en 1921 del grupo comunista
de War Van Overstraeten (en las posiciones de la izquierda comunista) y
del grupo socialdemócrata de izquierda (Les Amis de l’Expoité,
Amigos del Explotado) de Jacquemotte, bajo el impulso de la Tercera Internacional,
y esto a pesar del rechazo inicial de los verdaderos comunistas belgas.
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«Si
hubiese conexión entre los estudiantes y los suburbios, todo sería
posible. Incluso una explosión generalizada y un fin de un quinquenio
desastroso.»
Sarkozy, 12 de marzo de 2006 |
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«El tema de la violencia
es justamente uno de los elementos esenciales que permite subrayar la diferencia
fundamental entre los motines en los suburbios del otoño 2005 y
el movimiento de los estudiantes de la primavera 2006... Los motines en
los suburbios... no deben, de manera alguna, ser considerado como una forma,
ni siquiera aproximativa, de la lucha de clases.»
Corriente “Comunista” Internacional, 3 de abril de 2006 |
Como no temblar por el futuro, cuando sentimos pertinentemente que no es nuestro futuro el que interesa a todos aquellos que nos lo preparan, sino el de sus intereses, el de su tasa de ganancia, el futuro de sus privilegios. Por ello, en vez de trepidar solos en su rincón, muchos proletarios se juntan periódicamente, con la esperanza de hacer temblar ese futuro totalmente delineado por ellos. Esto fue lo que sucedió en Francia, con cierta envergadura, en sólo cuatro meses de intervalo; pero todo se organizó para evitar poner en evidencia lo evidente: en los dos casos ¡el proletariado se defendía frente a las agresiones de la clase dominante! Y, para aquéllos que temen el reforzamiento mutuo entre los dos movimientos, había que inventar distinciones: sea las causas eran diferentes, sea los medios debían serlo.
Sin embargo, ¡cómo no reconocer un movimiento en el otro, cuando es evidente que el ejemplo de los proletarios de los suburbios, que en noviembre de 2005 reaccionaron frente a la represión (dos jóvenes electrocutados cuando huían de la policía) y a las provocaciones del gobierno y de sus representantes (particularmente milicos y politiqueros), incitó a centenas de proletarios a tomar otra vía que la de la sumisión apacible y silenciosa frente al CPE (1), a no retroceder ante la primera promesa de nuestros dirigentes!
¿Cómo no reconocer la similitud de sus fundamentos? La burguesía se encuentra obligada a atacar nuestras condiciones de vida, a precarizar cada vez más nuestra supervivencia y a aumentar la incertidumbre con respecto a nuestro incierto futuro para asegurar su tasa de ganancia. La competencia exacerbada que se hacen los burgueses no encuentra otra solución que descargar las consecuencias contra los proletarios.
Por ello, cuando se destierra a ciertas capas del proletariado y se los encierra en barrios putrefactos o se arrasa, por categorías, a los proletarios en contratos de trabajo cada vez más envilecedores es claro que nos referimos al mismo desprecio burgués, a la misma realidad que permite, a esta clase dominante, reclutar a los proletarios más rentables, a los más sumisos, y relegar a los otros. Entonces ¿cómo podemos hablar de combates diferentes?, sino ¡para dividir! ¡Para mejor reinar! Quienes se ensañan en poner diferencias, para separar los enfrentamientos en dos luchas distintas, son, sin excepción, enemigos del proletariado. Desgraciadamente, éstos también se encuentran escondidos en los rangos del proletariado, son aquellos que hacen de cada lucha un caso particular, para evitar que las potentes similitudes despierten ambiciones claramente revolucionarias.
Desde ya hace mucho tiempo, la burguesía ha comprendido que tiene
interés en encuadrarnos en categorías, para evitar enfrentarnos
como una clase unificada. Por ello es importante denunciar que todo ataque
«sectorial» es un ataque contra toda nuestra clase. Además
es evidente que el CPE no es exclusivamente un ataque contra los jóvenes
proletarios en Francia, sino también contra los menos jóvenes,
pues ese contrato fortifica la competencia entre proletarios; pero también
tiene consecuencias fuera de Francia, pues toda degradación de las
condiciones de trabajo, en una parte del planeta, contribuye a la degradación
de esas condiciones en todas partes. Cuando un sector del proletariado
acepta un aumento de la explotación permite que se ejerza presión
sobre los otros proletarios. La etiqueta «jóvenes estudiantes
franceses» entrabó la solidaridad, el acercamiento con otros
proletarios en lucha. El puente hacia los suburbios era, sin lugar a dudas,
el más fácil de atravesar, por ello fue minado.
PREGUNTA |
¿La mayoría
expresa nuestras necesidades?
En Francia y otras partes Marzo-abril de 2006
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PREGUNTA |
¿La «no
violencia» que tanto predican, a quien se aplica?
En Francia y otras partes Otoño de 2005
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Todo lo que se reivindicó como diferencia, entre esos dos momentos de lucha, sirvió para impedir que numerosos jóvenes proletarios tomaran caminos peligrosos… ¡para el capital!
Evidentemente, la violencia proletaria, en las luchas de noviembre, fue el punto nodal que había que tomar en cuenta para evitar que el movimiento degenerase, es decir para evitar que se generase otra relación de fuerzas más frontal.
Todo acto de violencia debía, si se podía, explicarse como exterior al movimiento llamado estudiantil, tenía que venir de los jóvenes de los suburbios, de jóvenes ociosos, sin futuro, de los incontrolados... Fue necesaria toda la fuerza de persuasión de los medios, de los sindicatos, de los politiqueros, y también de ciertos izquierdistas, para hacer admitir la idea según la cual el movimiento debía protegerse de sí mismo, crear sus propios baluartes para mantenerse en un cuadro democrático, ciudadano, responsable. Había que imponer los conceptos de «verdadero» y de «falso» manifestante. ¡Sembrar la desconfianza entre los proletarios! He allí una de las recetas ancestrales de dominación de la burguesía. Evidentemente, el aparato represivo del estado estaba allí para protegernos de nuestras ovejas negras y permitir a los dóciles proletarios desfilar en manifestaciones sin peligro... ¡para la burguesía!
La violencia del otoño de 2005 fue ampliamente mediatizada como irreflexiva y suicida, como si el verdadero suicidio no fuera esa cotidiana sumisión que ocultamos, detrás de las apariencias, esa violencia que hace remover nuestras entrañas. Por el contrario, en la primavera de 2006, se alabó ampliamente la imagen de la razón frente a la impulsión, lo que le sirvió enormemente a todos aquéllos que pretendían acelerar la muerte del movimiento en las asambleas generales interminables y estériles, que no darán a luz nada, absolutamente nada, que pudiera desarrollar la lucha de nuestra clase. Evidentemente no fue en esas asambleas generales sino al margen de éstas que se discutieron las verdaderas acciones a llevar adelante, aquéllas que aterrorizaron a los representantes del orden y a sus perritos falderos.
Para continuar la comparación, ¿qué más eficaz que vender un movimiento democrático, jugando el juego de la representatividad, el juego de las elecciones, el juego de la legitimidad, el juego de la responsabilidad... contra un movimiento anárquico en el que los individuos parecerían incontrolables, sin dirigentes. Pero, ¿quien cree aún que los votos garantizan algo diferente a la sumisión al orden establecido? ¿Quien cree aún que los debates mediatizados pueden hacer avanzar nuestra causa? ¿Quien cree aún que las mayorías, por el hecho de serlo, garantizan mejor nuestros intereses? Lamentablemente quienes todavía creen son demasiados, si constatamos la dimensión que ha tomado ese juego de engaños durante los dos meses de lucha contra el CPE.
Marchar pacíficamente, u ocupar respetuosamente edificios, era la regla a seguir y muchas veces el objetivo en sí del movimiento. De vez en cuando se nos ofrecían algunas escaramuzas con los milicos como espectáculo, pero sabemos que, sobre todo, se temían los ataques imprevisibles, descentralizados, lejos de las manifestaciones bien encuadradas, fruto de un movimiento que se radicaliza muy lejos de los micrófonos y las cámaras.
Pero hubo también grupos de compañeros que descartaron rápidamente esos escollos y que se demarcaron prácticamente de esos límites en que el estado, y sus agentes dentro del movimiento, quisieron encuadrarlo. Esas minorías lograron que el movimiento se mantuviese por mucho más tiempo: en ciertos lugares, se expresó una falta de respeto saludable y manifiesta por la mercancía. En base a las piedras y el fuego lograron en algunos casos bloquear la circulación de la mercancía, particularmente de la fuerza de trabajo. Numerosos proletarios, a pesar de temer el enfrentamiento, afirmaron su identidad de lucha con «los incontrolados», surgieron numerosas tentativas para movilizar a los trabajadores, también concernidos, como los estudiantes, por el CPE. El papel de los sindicatos y de su servicio de choque fueron, en muchas ocasiones, denunciados, como también lo fueron las manipulaciones mediáticas y las provocaciones policiales. Para muchos era claramente evidente que el movimiento, que se decía anti-CPE, contenía mucho más que una simple crítica de una reformita estatal (la bandera anti-CPE era una arma para poner al movimiento a media asta), y eso, como la crítica de toda forma de trabajo, de explotación, abrió ciertos ojos a la perspectiva revolucionaria.
Para los representantes del estado, la única salida se encontraba en el desgaste del movimiento, dado que ya habían agotado sus proposiciones de reforma. ¡Y eso funcionó! Los dos momentos de lucha que hemos puesto en paralelo tienen precisamente un punto en común: el haberse apagado de un día para otro, sin que la burguesía haya realmente hecho concesiones. Si esperamos ganar un día, ¡habrá que ir mucho más lejos!
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«¿Retirar o mejorar
el CPE? ¡Nos importa un carajo! No tenemos nada que negociar o mendigar
con éste u otro gobierno. ¡Ninguna reivindicación!
Combatimos y queremos derribar el sistema, el capitalismo, cuya gestión
aquel realiza... Destruyamos el capital, el estado, el valor, el dinero,
las clases y todo lo demás.»
Comité pour Répandre
l’Anarchie et Vivre le Communisme
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